miércoles, 28 de septiembre de 2011

Momentos de Nadie VII; "(Des)Encuentros"


                                         
Después de huir de aquel apartamento con la única finalidad de no destrozarle el rostro a quien tanto se parecía a él. Deambuló por la calles de la ciudad durante varias horas,  hasta que el Sol finalmente se ocultó, como acobardado por lo acontecido.


Volvió con desgana a casa y no le sorprendió lo más mínimo hallarla vacía, porque en el fondo se parecían más de lo que físicamente era visible y aún así no podía comprenderlo, aunque tampoco a mismo llegaba a comprenderse del todo muchas veces. En un acto masoquista pero necesario entró de nuevo en el tercer dormitorio del piso, que había sido habilitado como taller de trabajo, y una vez más lagrimas de rabia e impotencia asomaron al ver el trabajo de más de un año parcialmente destruido. Probablemente no habían sido dañados hasta quedar irrecuperables y no obstante gran parte de aquellos originales no tenían arreglo. Sin embargo resultaba extremadamente curioso, y así le pareció al autor de los mismos, que todas las láminas y originales que comprendían el primer tomo de lo que pretendía ser una saga de comics, estuvieran intactas. Este hecho reforzaba la creencia de que aquello había sido deliberado, y de que enmascaraba a fin de cuentas una llamada de auxilio por parte de su hermano pequeño que él, en fallo a su tolerancia, no había sabido ver antes. Y eso era todo lo que podía llegar a comprender, y seguía siendo insuficiente.


Mientras intenta poner algo de orden al caos existente en el taller no puede dejar de repetirse en su cabeza el mismo pensamiento una y otra vez; “Tres meses no son suficientes para nadie. Ni para ti ni tampoco para mí”. Pero al final, cuando es aceptado el desastre, el enfado y la decepción dan paso a la preocupación, porque seis horas parecen demasiadas para pasear y recapacitar.


Mirando la hora en ese despertador que nunca usa y solo conserva por cariño decide llamar a su hermano para saber dónde está y pedirle que regrese de una vez. Pero tras marcar el número de teléfono en el endiablado móvil táctil y esperar respuesta, empieza a oír una estridente música que procede de la habitación contigua a la suya. Decide entrar en la habitación solo para comprobar que consciente o inconscientemente, su hermano no lleva móvil encima. Entonces recuerda que es viernes, y que por tanto hay un lugar al que muy posiblemente se vaya a dirigir en breve. De nuevo, móvil táctil en mano, marca un nuevo número, el número de ella.


Nadie responde al otro lado de la línea. Mira de nuevo la hora, y maldice a su ineficaz móvil. No hay nada que pueda hacer hasta la una de la madrugada y para entonces quedan aun  más de hora y media. De modo que decide ducharse y despejar un poco su cabeza antes de caer de nuevo en un torbellino de emociones confrontadas, tras esto, y en vista de que las llamadas caen en saco roto recientemente, considera que lo más propio es hablarle en persona. Mientras el agua de la ducha cae estrepitosamente, dos puertas mas allá, en la habitación del hermano pequeño resuena de nuevo una canción ruidosa sin que nadie la oiga ni responda.


Con apenas media hora de margen, cierra la puerta del portal y se dirige a la boca de metro más cercana acomodándose los auriculares a los oídos y seleccionando canciones al azar en el reproductor de música del dichoso móvil táctil. Tras varios intentos y ya que ni sus canciones favoritas logran satisfacer sus necesidades musicales actuales, tira del cable lo suficientemente fuerte para arrancarse los auriculares, pero no para dañarlos, resignándose así a la sumersión en conversaciones ajenas.


Al salir de nuevo a la superficie nocturna de la ciudad, se dirige a aquel edificio que tanto visita los viernes, distinguiendo ya desde la distancia la moto que aguarda atada a la farola. Tan pronto llega a la entrada del edificio sale por la misma un joven delgaducho vestido parcialmente de negro con la cara salpicada de metal y con un gesto malhumorado. Para su pesar descubre que sale sólo, e instintivamente resopla, el recién salido de repente percatándose de su presencia lo mira y se dirige hacia él.

-¡Eh! –suelta el recién aparecido y acto seguido considerándolo un saludo muy pobre añade- Hola.

-Hola –responde él- ¿Hoy no ha venido?

-No, ¿tampoco viene contigo? –Y en vista de lo evidente añade- le he llamado hará casi una hora pero no lo ha cogido.

-¿Has llamado? –le pregunta dándose cuenta que no ha oido nada- No lo he oído, se ha dejado el móvil en casa. –aclara.

-Ah, pues qué bien –joder, otra vez, piensa para sí- bueno supongo que ya le veré el lunes.


Dicho esto el chico de los piercings hace un gesto de despedida con la mano izquierda y comienza a andar.

-¡Matías! –Exclama de repente él-  Llama al piso si sabes algo de él antes que yo.
Sin girarse siquiera el chico vuelve a hacer con la mano el mismo saludo y se dirige a la boca del metro.

Mientras él aún mira como Matías desaparece en la entrada al metro, dos manos cálidas se hunden en su pelo revuelto por detrás a la vez que unos labios suaves le besan la mejilla izquierda. Se gira para quedar cara a cara con aquella rubia rastafari y le responde al saludo con un abrazo tal vez más largo e intenso de lo normal. Tal vez ella lo nota y por ello pregunta con el ceño ligeramente fruncido:

-¿Qué ocurre?

El niega con la cabeza mientras susurra:

-Otra vez… mi hermano… otra vez.

miércoles, 30 de marzo de 2011

El intrépido suceso del martes por la mañana



Eran pasadas las 12 de la mañana cuando se despertó. Se giró sobre sí misma y sintió una incómoda humedad resbalando por sus muslos. Aún medio dormida se llevó la mano a la zona interna del muslo derecho, bajo las mantas y bajo el camisón. Acaricio la zona sólo para comprobar al sacar la mano que la yema se sus dedos estaban cubiertas de sangre. Mientras limpia sus dedos en el camisón, empuja las mantas con la otra mano, se levanta de la cama mientras la sangre se desliza en dirección a sus rodillas y llega al baño justo cuando los ríos rojos invaden los gemelos.

Antes de desvestirse ya está dentro de la bañera, y abre el agua caliente mientras aún lleva puesto el camisón de seda. Se desnuda mientras el agua empapa su cuerpo, arrojando las prendas al otro extremo de la bañera. Se enjabona sonriendo, como cada vez que tiene el periodo desde que cumplió los cincuenta, porque es uno de las pocas experiencias que considera innatas a la juventud.

Desnuda, sentada en el borde de la bañera, se coloca el tampax y aún desnuda se seca el pelo, teñido de rubio platino y con negras raíces incipientes a juego con las finas cejas depiladas a conciencia. Recorre la casa cuidando de pasar por cada una de las ventanas con las cortinas abiertas, mostrando su desnudez con orgullo, pues no piensa vestirse hasta llegar al tendedero que hay en la terraza. Sobre el suelo de la terraza hay unas bragas que no reconoce, con estampado de leopardo, pensando que posiblemente pertenecen a la inquilina del  6º y también en lo atrevidas y sexis que son, se las pone.

Baja las escaleras del bloque de pisos repasando mentalmente la lista de la compra, al pasar por el 2º un escalofrío recorre todo su cuerpo, se para y mira hacia la puerta del 2ºC, que en ese instante se mueve como si acabara de cerrarse. Un poco asustada continua bajando, intentando en vano retomar los ingredientes del guiso.

Distraída por lo ocurrido acaba comprando merluza en lugar de cordero y macarrones en vez de arroz. Siente la cabeza aturdida y culpa de ello a la pérdida de sangre y al desayuno suprimido. Apresura el paso con una renovada necesidad de llegar a su piso y en tal estado se tropieza con más de cinco viandantes.

Llega al edificio sin ser consciente apenas de ello, en el mismo estado logra abrirse paso hasta el ascensor del portal, en el que entra y pulsa la tecla con un dorado número 5. Pero sin que las puertas lleguen a cerrarse, un mano alargada y marmolea las detiene, deslizándose a continuación el dueño de dicha mano al interior del ascensor. Dos ojos grises y antiguos como el tiempo la observan desde la esquina opuesta del habitáculo. Más allá del gris ceniciento se extiende una profundidad sin límite que al mirarla la rodea con gélida opresión arrastrándola a través del remolino circundante.

Esas manos duras y heladas superan todo obstáculo textil aprisionando sus senos con una fuerza dolorosamente placentera. Viscosa, húmeda y áspera es la lengua que recorre ahora su clavícula, bajando con espástica lentitud en dirección a su ombligo, mientras los falanges agiles como culebras acarician cada una de sus costillas, presionando cada recoveco de su cuerpo con violencia reprimida y desencadenante de hematomas.

Está desnuda, sobre un colchón que reconoce como suyo, en una semioscuridad fruto de las persianas bajadas, pero no ni recuerda ni le importa cómo ha llegado allí. Su cabeza está invadida por las nieblas del placer fruto de la incoherencia y las habilidades cunnilinguisticas de aquel desconocido sin escrúpulos. Se sacude sin remedio a cada instante, mientras retuerce la colcha de la cama en sus puños, pero dos garras aceradas mantienen sus caderas sujetas firmemente a la superficie, y así continua hasta perder el conocimiento de puro agotamiento entre gemidos y sacudidas.





Son pasadas las 12 de la mañana cuando se despierta. Abre los ojos, desorientada. Se gira hasta quedar de costado y nota entonces como algo húmedo y cálido resbala por sus muslos, en ese momento comienza a recordar fragmentos de lo ocurrido. Alarmada levanta las sábanas y ve para su tranquilidad que lleva puesto el camisón de seda, que sin embargo está manchado a causa del periodo. Aturdida y confusa con el sueño que ha tenido se levanta de la cama en dirección al baño mientras la sangre se desliza por sus piernas.

Sin desvestirse entra en la bañera, y abre el agua caliente mientras se desprende de las prendas que comienzan a empaparse. Arroja la ropa al otro extremo de la bañera, sonriendo mientras se enjabona, feliz de conservar aun vestigios de una juventud que pronto la abandonará definitivamente. Acaba de ducharse, y envuelta en la toalla, recoge apresuradamente el camisón y las bragas de la bañera, para ponerlas en la lavadora con el resto de la colada.

Pero esas bragas de leopardo nunca han sido suyas.






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PD: Esto es lo que ocurre cuando una encuesta queda en empate.






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domingo, 6 de marzo de 2011

Capitulo 7º: Fortaleza, roedores y hurones


El joven Jeaume volvía a tener un enorme moratón en la cara. La niña de rubios cabellos castrados había entrado en un proceso de adaptación al medio que estaba haciendo de ella, cada vez más, un ser completamente asilvestrado. En las últimas semanas no sólo había comenzado a construir un refugio en el bosque, sino que había  desarrollado una puntería endiablada que empleaba para hacer blanco en el desdichado Jeaume cada vez que este asomaba la nariz en las proximidades de su escondrijo.

El enemigo era probablemente el animal más tozudo de cuantos se había encontrado hasta el momento en aquel apacible lugar. No había roedor en el perímetro de su fortaleza, ya fuera ardilla o conejo, que no aprendiese a mantenerse distanciado tras recibir un buen golpe de piedra o tocón en su hueco cráneo, y en caso de que esto no resultase, una patada solía hacer el resto. Sin embargo aquel cadáver andante con ojos de búho hambriento, seguía pese a todo acercándose día tras día hasta aquel sitio que ella había elegido para establecer su escondite de las maravillas. La voracidad depredadora de aquel persecutor no entendía de advertencias, tanto le daba si se rasgaba sus sucios pies en las rocas afiladas o si los huesos de su cabeza se deshacían como hojas secas bajo la presión de las ramas de los arboles al caer. Sin embargo, la niña si sacó en claro algo con todo lo acontecido: las ansias de matarla y engullirla de aquel ser del inframundo eran tan desmesuradas que llevaban a su alma maldita a afrontar cualquier tipo de lesión. Ella debería tomar nuevas medidas para protegerse.

Y aun así, pese a los golpes en  todo el cuerpo y los cortes de sus pies descalzos, el niño seguía acatando su cometido impasiblemente a cambio de la comida y esperanza de vida que allí le ofrecían. El joven Jeaume incluso llegó a olvidarse del dolor físico mientras disfrutaba de las atenciones de la amable Lena, pues era esta la encargada de su bienestar tanto como del de su atacante. Las heridas apenas se resistían a curar una vez que la moza bajo su encanto angelical las limpiaba y frotaba con hierbas, y si eso no era suficiente la gran señora de la cocina siempre le duplicaba la ración de queso para que su cuerpo se recuperase lo antes posible. Su alma se veía endeudada ante la amabilidad nunca antes conocida en ningún infierno visitado durante su corta existencia, por ello cada día, desde el alba hasta que caía de sueño, se esforzaba en proteger a aquella niña que evolucionaba rápidamente al salvajismo más absoluto. En el más reciente de sus empeños, la niña asilvestrada había decidido crear un escondrijo en el bosque. Aquello podría asemejarse rápidamente a un nido de algún ave rapaz, pues en todo el perímetro circundante se amontonaban los cadáveres de los animalillos que inconscientemente osaron acercarse en vida y que debieron perecer bajo la ira de quien allí moraba. No obstante, no era esta insalubridad lo que preocupaba a Jeaume. Lo que realmente atormentaba al niño eran los depredadores que atraídos por las presas se acercaban allí: zorros, hurones o lechuzas habían acudido hasta el momento en busca de la carne muerta, pero no tardarían en aparecer otros de mayor tamaño y peligro, tales como lobos u osos. Por esta razón el joven trataba en cada momento de aparente tranquilidad, aproximarse y recoger aquellos restos de animales con la intención de alejar lo máximo posible el peligro de aquella que le atacaba y a la que debía proteger.

Todos los seres de aquel bosque eran fascinantes. O casi todos. Los sucios y diabólicos roedores no dejaban de aparecer, se acercaban sigilosamente con terribles intenciones a la niña; pretendían roerle los pies y devorar cada uno de sus pobres dedos. Y no era de esperar otra cosa pues eran esbirros de aquel espíritu mezquino que siempre la espiaba. Ella le había visto acariciándolos, acunándolos en sus brazos, él los amaba y les susurraba infestas instrucciones para que invadieran la fortaleza y capturaran a sus habitantes. Pero no todo estaba perdido, pues los seres honrados del bosque estaban del lado de la niña, aquellas ágiles serpientes peludas eran su mayor aliado, la guardia de la fortaleza. Todas combatían a la vez contra los infames roedores y resistían estoicamente esperando mientras, que los aliados de mayor tamaño acudiesen al grito de socorro de Sylviana.

sábado, 15 de enero de 2011

Capitulo 6º: Granja, enemigo y hadas.

Era todo muy sencillo. Vivir de aquel modo era muy sencillo y gratificante. No había carceleros ni torturadores, ni venenos ni prisiones. Era consciente de que aquel infame enemigo la perseguía a veces en sus aventuras, espiándola en la distancia. Pero su tamaño y su cobardía hacían de él un peligro insignificante, nada a lo que, llegado el momento, ella no pudiera hacer frente. Aquello era lo que se conocía por “libertad”.

Allí la joven princesa, que ya nunca jamás debía volver a ser de la realeza, vivía como quería aunque no tanto como debiera. Ni comía, ni dormía como un ser humano precisa, aunque llegados a este punto, cabía la posibilidad de que aquella niña no fuera tan humana como se creía. Sin embargo, por muy segura que fuera aquella enorme granja que se ocultaba en el bosque, nunca dejan de existir peligros para el que por si mismo los busca. Por ello y para protección de la “ya nunca más princesa”, había llegado a la granja el mismo día que la niña un jovencito escuchimizado y huidizo al que uno de los mozos llevó montado en burro desde un orfanato lejano. El niño había sido escogido de entre todos por ser el más retraído, ya que en su tarea como protector de aquella niña era recomendable que no albergase esperanzas de entablar amistad alguna ni dar con una compañera de juegos por el bien de ambos dada la trágica historia de la “ya nunca más princesa”.

Era un lugar hermoso aquel, lleno de asombrosas bestias y plantas de naturaleza fantástica. Cualquier rincón era lo suficientemente acogedor como para quedarse en él durante días, ¡pero había tanto que ver y descubrir!, de ningún modo podía permitirse ella permanecer quieta en ningún sitio, pues constantemente todo mutaba o desaparecía. Además estaba ese endiablado persecutor de ojos grandes como los de un búho bajo el pelo negro y largo como patas de araña. Por más que corría y se escondía, él siempre estaba por allí merodeando y sin pestañear, ya que no podía tras haberse arrancado el mismo los parpados para así vigilar mejor a sus víctimas.

El jovencito, llamado Jeaume, no era el único de entre todos los que en aquella granja servían destinado a velar por el bien de la niña. De las jóvenes que se encargaban del cuidado de la casa la más joven y también la menos necesaria en las tareas del hogar, Lena, tenía encargada la difícil tarea de asegurar que la niña recién llegada no muriese de inanición, ya que esta no respetaba los horarios en los que se servían las comidas y rara vez se la veía por la casa. Ni siquiera dormía en el cuarto que se le había reservado y unas veces se la podía encontrar durmiendo en el granero, otras abrazada a los perros de la casa, e incluso llegaron a tener que sacarla del balde de la colada, con colada incluida, en más de una ocasión en las pocas semanas que llevaba allí. Por ello Lena no tuvo más remedio que investigar los pasos de la joven y aprenderse sus hábitos y costumbres a fin de hacerle llegar sustento para mantenerla con vida.

De entre los seres más fascinantes de aquella casa del bosque, fueron las hadas las que antes manifestaron su existencia. Ella sabía muy bien que estaban allí. Eran las hadas las que como fieles aliadas le suministraban los más ricos manjares en los momentos de necesidad. Sólo tenía que cerrar los ojos y pedir la comida mentalmente, entonces abría los ojos y corría a algunos de los sitios más seguros del lugar, donde las transacciones no corrían riesgo alguno y ¡allí estaba el trozo de queso, la tarta de galletas o las uvas más apetitosas del mundo! Pero las hadas eran a veces crueles también y dejaban duros trozos de pan y limones que de nada servían, salvo como munición contra el enemigo.

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