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martes, 6 de marzo de 2012

Capitulo 8º: Sangre, sudor y lágrimas.


Hundió las manos en el denso fango y las sacó rebosantes de aquella viscosa maravilla que la volvería invisible a ojos humanos, se la restregó por la cara y los brazos hasta quedar completamente embadurnada, se arrancó la ropa con la que cada día la amortajaban y cubrió el resto de su cuerpo con esmero. Repasó las zonas donde se había empezado a secar y a continuación rodó por el lecho del bosque de modo que toda las prendas desechadas por las hadas quedasen pegadas a su cuerpo, el calor corporal activaría su magia y haría efecto de modo que ella desaparecería en un manto de invisibilidad, el mismo que tantas veces había visto emplear a los seres del bosque.

Apenas podía distinguirla del follaje de los árboles cuando se encaramaba a estos, o de los montones de hojas cuando prefería arrastrarse por el suelo, pero acabó notando el nauseabundo olor que la acompañaba y eso le demostró que guiándose de su olfato podría localizarla. Estaba especialmente agitada últimamente, aunque el motivo no parecía ser el mismo que impedía conciliar el sueño a Jeaume. No, a ella los aullidos en la noche y los gruñidos de las bestias no parecían incomodarla lo más mínimo, por el contrario, a menudo su risa demencial y aguda se unía a la aterradora melodía nocturna. Al menos cuando reía parecían quedar vestigios de humanidad en ella, por el contrario cuando imitaba a las bestias se convertía en una más de la manada. Una manada cada noche más cercana. Mientras ella gritaba y reía, el joven derramaba lágrimas silenciosas, con los ojos muy abiertos y la mandíbula sellada, con los pulmones oprimidos por el terror.

Llegaban. Podía sentirlos cada vez más cerca, casi notaba ya su cálido aliento. Llevaba días llamándolos en la noche, indicándoles el camino. Pronto se unirían a sus fuerzas, eran todo lo que necesitaba para vencerle. Pese a la magia del bosque no había conseguido despistarle lo suficiente, su voracidad y sus poderes malditos debían ser inconmensurables ya que ni siquiera procuraba pasar desapercibido, incluso osaba mantenerse cada vez más cerca, sobre todo haciendo uso del manto de la oscuridad. Por supuesto también había recurrido a nuevos aliados, ella había sido capaz de capturar a penas un par de ellos; ratas, aún más horrendas que cualesquiera otras, y peor aún, ¡aladas! Estas nuevas criaturas manaban la maldad de su amo, ya que siempre que las aferraba lanzaban arañazos y dentelladas contra ella. La hacían sangrar, y ese parecía ser el rastro que guiaba al niño búho hacia ella.

Ya estaban allí. Oía su respiración ansiosa, olía su aliento sanguinolento, sentía sus pisadas amortiguadas por la hojarasca. Debía detenerla, apresarla si era necesario. No sería fácil, pero debía hacerlo, su vida estaba ligada por necesidad a la de la niña salvaje, ella le había salvado de una muerte prematura en la miseria de la ciudad y él debía salvarla a ella de su locura desquiciada. Trepó un poco más por las ramas, buscando a tientas una lo suficientemente larga como para saltar al árbol contiguo, donde la salvaje dormía o esperaba, en cualquier caso debía ser rápido y silencioso. Dejó de respirar y se balanceo suave pero decididamente, para soltarse después e ir a parar en el árbol vecino con un golpe sordo, acto seguido algo frío y pétreo le derribó del árbol al impactar con su nuca. Calló. Y sintió como si su espalda se deshiciese en mil pedazos al chocar con la tierra. Pero no dolía. Nada dolía, pero podía sentir cómo se le vaciaba el cuerpo a través de alguna brecha en la parte posterior de su cabeza. Palmeo el suelo con las manos para demostrarse que las sentía. Noto huesos, comenzó a moverse, a incorporarse, y vio que había aterrizado sobre algún animal en proceso de descomposición.  Muerte y sangre, un reclamo ideal. Entonces miro hacia arriba, justo en el momento en que la sombra caía sobre él.

¡Lo había atrapado por fin! Era ahora o nunca. Se le aferró con fuerza, intentando mantenerlo inmovilizado el tiempo suficiente para que sus guerreros le ayudasen a acabar con él. Se retorcía, tenía más fuerza que ella, pero poco importaba eso ya. Aulló, una vez, dos veces, tres… Algo le impidió la boca. Lo mordió, era blando y duro, sabía salado y sucio, a miedo, y siguió clavando los dientes hasta que comenzó a saber a vivo. Algo le rozó la pierna, una fuerza nueva y poderosa que los derrumbó a ambos. Gruñía y entonces vio sus ojos. Brillaban, claros, brillaban, como los colmillos, largos. La miraba directamente a los ojos, cómplice, le echó el aliento y entonces hundió el hocico en el hueco entre su hombro y el brazo de su captor. Trató de cerrar las fauces en torno a su cuello, para liberarla del monstruo que la retenía. Funcionó. Su boca quedó libre de nuevo… y la del guardián fue ocupada. Oyó un quejido.

El guardián muere. Un peso cae, bello sobre las hojas, iluminado por un rayo de luna. El color de la vida derramada se eclipsa bajo un torrente que mana de sus ojos, salado. Tiran de ella y se deja arrastrar. Tronco. Ramas. Más y más ramas. Aún lo ve, tendido a mucha distancia de ella: peludo, grande y hermoso. La atan unos brazos temblorosos que apenas siente, pero que por un momento mira; uno de ellos es rojo, el color de la vida, y sostiene en el puño la muerte punzante y afilada. Los brazos comienzan a dejar de temblar. El puño se abre y la muerte cae. Las cadenas vivas hacen fuerza sobre la presa y prácticamente la inmovilizan.

Su guardián ha muerto y ella está completamente atrapada.

domingo, 6 de marzo de 2011

Capitulo 7º: Fortaleza, roedores y hurones


El joven Jeaume volvía a tener un enorme moratón en la cara. La niña de rubios cabellos castrados había entrado en un proceso de adaptación al medio que estaba haciendo de ella, cada vez más, un ser completamente asilvestrado. En las últimas semanas no sólo había comenzado a construir un refugio en el bosque, sino que había  desarrollado una puntería endiablada que empleaba para hacer blanco en el desdichado Jeaume cada vez que este asomaba la nariz en las proximidades de su escondrijo.

El enemigo era probablemente el animal más tozudo de cuantos se había encontrado hasta el momento en aquel apacible lugar. No había roedor en el perímetro de su fortaleza, ya fuera ardilla o conejo, que no aprendiese a mantenerse distanciado tras recibir un buen golpe de piedra o tocón en su hueco cráneo, y en caso de que esto no resultase, una patada solía hacer el resto. Sin embargo aquel cadáver andante con ojos de búho hambriento, seguía pese a todo acercándose día tras día hasta aquel sitio que ella había elegido para establecer su escondite de las maravillas. La voracidad depredadora de aquel persecutor no entendía de advertencias, tanto le daba si se rasgaba sus sucios pies en las rocas afiladas o si los huesos de su cabeza se deshacían como hojas secas bajo la presión de las ramas de los arboles al caer. Sin embargo, la niña si sacó en claro algo con todo lo acontecido: las ansias de matarla y engullirla de aquel ser del inframundo eran tan desmesuradas que llevaban a su alma maldita a afrontar cualquier tipo de lesión. Ella debería tomar nuevas medidas para protegerse.

Y aun así, pese a los golpes en  todo el cuerpo y los cortes de sus pies descalzos, el niño seguía acatando su cometido impasiblemente a cambio de la comida y esperanza de vida que allí le ofrecían. El joven Jeaume incluso llegó a olvidarse del dolor físico mientras disfrutaba de las atenciones de la amable Lena, pues era esta la encargada de su bienestar tanto como del de su atacante. Las heridas apenas se resistían a curar una vez que la moza bajo su encanto angelical las limpiaba y frotaba con hierbas, y si eso no era suficiente la gran señora de la cocina siempre le duplicaba la ración de queso para que su cuerpo se recuperase lo antes posible. Su alma se veía endeudada ante la amabilidad nunca antes conocida en ningún infierno visitado durante su corta existencia, por ello cada día, desde el alba hasta que caía de sueño, se esforzaba en proteger a aquella niña que evolucionaba rápidamente al salvajismo más absoluto. En el más reciente de sus empeños, la niña asilvestrada había decidido crear un escondrijo en el bosque. Aquello podría asemejarse rápidamente a un nido de algún ave rapaz, pues en todo el perímetro circundante se amontonaban los cadáveres de los animalillos que inconscientemente osaron acercarse en vida y que debieron perecer bajo la ira de quien allí moraba. No obstante, no era esta insalubridad lo que preocupaba a Jeaume. Lo que realmente atormentaba al niño eran los depredadores que atraídos por las presas se acercaban allí: zorros, hurones o lechuzas habían acudido hasta el momento en busca de la carne muerta, pero no tardarían en aparecer otros de mayor tamaño y peligro, tales como lobos u osos. Por esta razón el joven trataba en cada momento de aparente tranquilidad, aproximarse y recoger aquellos restos de animales con la intención de alejar lo máximo posible el peligro de aquella que le atacaba y a la que debía proteger.

Todos los seres de aquel bosque eran fascinantes. O casi todos. Los sucios y diabólicos roedores no dejaban de aparecer, se acercaban sigilosamente con terribles intenciones a la niña; pretendían roerle los pies y devorar cada uno de sus pobres dedos. Y no era de esperar otra cosa pues eran esbirros de aquel espíritu mezquino que siempre la espiaba. Ella le había visto acariciándolos, acunándolos en sus brazos, él los amaba y les susurraba infestas instrucciones para que invadieran la fortaleza y capturaran a sus habitantes. Pero no todo estaba perdido, pues los seres honrados del bosque estaban del lado de la niña, aquellas ágiles serpientes peludas eran su mayor aliado, la guardia de la fortaleza. Todas combatían a la vez contra los infames roedores y resistían estoicamente esperando mientras, que los aliados de mayor tamaño acudiesen al grito de socorro de Sylviana.

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