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martes, 6 de marzo de 2012

Capitulo 8º: Sangre, sudor y lágrimas.


Hundió las manos en el denso fango y las sacó rebosantes de aquella viscosa maravilla que la volvería invisible a ojos humanos, se la restregó por la cara y los brazos hasta quedar completamente embadurnada, se arrancó la ropa con la que cada día la amortajaban y cubrió el resto de su cuerpo con esmero. Repasó las zonas donde se había empezado a secar y a continuación rodó por el lecho del bosque de modo que toda las prendas desechadas por las hadas quedasen pegadas a su cuerpo, el calor corporal activaría su magia y haría efecto de modo que ella desaparecería en un manto de invisibilidad, el mismo que tantas veces había visto emplear a los seres del bosque.

Apenas podía distinguirla del follaje de los árboles cuando se encaramaba a estos, o de los montones de hojas cuando prefería arrastrarse por el suelo, pero acabó notando el nauseabundo olor que la acompañaba y eso le demostró que guiándose de su olfato podría localizarla. Estaba especialmente agitada últimamente, aunque el motivo no parecía ser el mismo que impedía conciliar el sueño a Jeaume. No, a ella los aullidos en la noche y los gruñidos de las bestias no parecían incomodarla lo más mínimo, por el contrario, a menudo su risa demencial y aguda se unía a la aterradora melodía nocturna. Al menos cuando reía parecían quedar vestigios de humanidad en ella, por el contrario cuando imitaba a las bestias se convertía en una más de la manada. Una manada cada noche más cercana. Mientras ella gritaba y reía, el joven derramaba lágrimas silenciosas, con los ojos muy abiertos y la mandíbula sellada, con los pulmones oprimidos por el terror.

Llegaban. Podía sentirlos cada vez más cerca, casi notaba ya su cálido aliento. Llevaba días llamándolos en la noche, indicándoles el camino. Pronto se unirían a sus fuerzas, eran todo lo que necesitaba para vencerle. Pese a la magia del bosque no había conseguido despistarle lo suficiente, su voracidad y sus poderes malditos debían ser inconmensurables ya que ni siquiera procuraba pasar desapercibido, incluso osaba mantenerse cada vez más cerca, sobre todo haciendo uso del manto de la oscuridad. Por supuesto también había recurrido a nuevos aliados, ella había sido capaz de capturar a penas un par de ellos; ratas, aún más horrendas que cualesquiera otras, y peor aún, ¡aladas! Estas nuevas criaturas manaban la maldad de su amo, ya que siempre que las aferraba lanzaban arañazos y dentelladas contra ella. La hacían sangrar, y ese parecía ser el rastro que guiaba al niño búho hacia ella.

Ya estaban allí. Oía su respiración ansiosa, olía su aliento sanguinolento, sentía sus pisadas amortiguadas por la hojarasca. Debía detenerla, apresarla si era necesario. No sería fácil, pero debía hacerlo, su vida estaba ligada por necesidad a la de la niña salvaje, ella le había salvado de una muerte prematura en la miseria de la ciudad y él debía salvarla a ella de su locura desquiciada. Trepó un poco más por las ramas, buscando a tientas una lo suficientemente larga como para saltar al árbol contiguo, donde la salvaje dormía o esperaba, en cualquier caso debía ser rápido y silencioso. Dejó de respirar y se balanceo suave pero decididamente, para soltarse después e ir a parar en el árbol vecino con un golpe sordo, acto seguido algo frío y pétreo le derribó del árbol al impactar con su nuca. Calló. Y sintió como si su espalda se deshiciese en mil pedazos al chocar con la tierra. Pero no dolía. Nada dolía, pero podía sentir cómo se le vaciaba el cuerpo a través de alguna brecha en la parte posterior de su cabeza. Palmeo el suelo con las manos para demostrarse que las sentía. Noto huesos, comenzó a moverse, a incorporarse, y vio que había aterrizado sobre algún animal en proceso de descomposición.  Muerte y sangre, un reclamo ideal. Entonces miro hacia arriba, justo en el momento en que la sombra caía sobre él.

¡Lo había atrapado por fin! Era ahora o nunca. Se le aferró con fuerza, intentando mantenerlo inmovilizado el tiempo suficiente para que sus guerreros le ayudasen a acabar con él. Se retorcía, tenía más fuerza que ella, pero poco importaba eso ya. Aulló, una vez, dos veces, tres… Algo le impidió la boca. Lo mordió, era blando y duro, sabía salado y sucio, a miedo, y siguió clavando los dientes hasta que comenzó a saber a vivo. Algo le rozó la pierna, una fuerza nueva y poderosa que los derrumbó a ambos. Gruñía y entonces vio sus ojos. Brillaban, claros, brillaban, como los colmillos, largos. La miraba directamente a los ojos, cómplice, le echó el aliento y entonces hundió el hocico en el hueco entre su hombro y el brazo de su captor. Trató de cerrar las fauces en torno a su cuello, para liberarla del monstruo que la retenía. Funcionó. Su boca quedó libre de nuevo… y la del guardián fue ocupada. Oyó un quejido.

El guardián muere. Un peso cae, bello sobre las hojas, iluminado por un rayo de luna. El color de la vida derramada se eclipsa bajo un torrente que mana de sus ojos, salado. Tiran de ella y se deja arrastrar. Tronco. Ramas. Más y más ramas. Aún lo ve, tendido a mucha distancia de ella: peludo, grande y hermoso. La atan unos brazos temblorosos que apenas siente, pero que por un momento mira; uno de ellos es rojo, el color de la vida, y sostiene en el puño la muerte punzante y afilada. Los brazos comienzan a dejar de temblar. El puño se abre y la muerte cae. Las cadenas vivas hacen fuerza sobre la presa y prácticamente la inmovilizan.

Su guardián ha muerto y ella está completamente atrapada.

domingo, 6 de marzo de 2011

Capitulo 7º: Fortaleza, roedores y hurones


El joven Jeaume volvía a tener un enorme moratón en la cara. La niña de rubios cabellos castrados había entrado en un proceso de adaptación al medio que estaba haciendo de ella, cada vez más, un ser completamente asilvestrado. En las últimas semanas no sólo había comenzado a construir un refugio en el bosque, sino que había  desarrollado una puntería endiablada que empleaba para hacer blanco en el desdichado Jeaume cada vez que este asomaba la nariz en las proximidades de su escondrijo.

El enemigo era probablemente el animal más tozudo de cuantos se había encontrado hasta el momento en aquel apacible lugar. No había roedor en el perímetro de su fortaleza, ya fuera ardilla o conejo, que no aprendiese a mantenerse distanciado tras recibir un buen golpe de piedra o tocón en su hueco cráneo, y en caso de que esto no resultase, una patada solía hacer el resto. Sin embargo aquel cadáver andante con ojos de búho hambriento, seguía pese a todo acercándose día tras día hasta aquel sitio que ella había elegido para establecer su escondite de las maravillas. La voracidad depredadora de aquel persecutor no entendía de advertencias, tanto le daba si se rasgaba sus sucios pies en las rocas afiladas o si los huesos de su cabeza se deshacían como hojas secas bajo la presión de las ramas de los arboles al caer. Sin embargo, la niña si sacó en claro algo con todo lo acontecido: las ansias de matarla y engullirla de aquel ser del inframundo eran tan desmesuradas que llevaban a su alma maldita a afrontar cualquier tipo de lesión. Ella debería tomar nuevas medidas para protegerse.

Y aun así, pese a los golpes en  todo el cuerpo y los cortes de sus pies descalzos, el niño seguía acatando su cometido impasiblemente a cambio de la comida y esperanza de vida que allí le ofrecían. El joven Jeaume incluso llegó a olvidarse del dolor físico mientras disfrutaba de las atenciones de la amable Lena, pues era esta la encargada de su bienestar tanto como del de su atacante. Las heridas apenas se resistían a curar una vez que la moza bajo su encanto angelical las limpiaba y frotaba con hierbas, y si eso no era suficiente la gran señora de la cocina siempre le duplicaba la ración de queso para que su cuerpo se recuperase lo antes posible. Su alma se veía endeudada ante la amabilidad nunca antes conocida en ningún infierno visitado durante su corta existencia, por ello cada día, desde el alba hasta que caía de sueño, se esforzaba en proteger a aquella niña que evolucionaba rápidamente al salvajismo más absoluto. En el más reciente de sus empeños, la niña asilvestrada había decidido crear un escondrijo en el bosque. Aquello podría asemejarse rápidamente a un nido de algún ave rapaz, pues en todo el perímetro circundante se amontonaban los cadáveres de los animalillos que inconscientemente osaron acercarse en vida y que debieron perecer bajo la ira de quien allí moraba. No obstante, no era esta insalubridad lo que preocupaba a Jeaume. Lo que realmente atormentaba al niño eran los depredadores que atraídos por las presas se acercaban allí: zorros, hurones o lechuzas habían acudido hasta el momento en busca de la carne muerta, pero no tardarían en aparecer otros de mayor tamaño y peligro, tales como lobos u osos. Por esta razón el joven trataba en cada momento de aparente tranquilidad, aproximarse y recoger aquellos restos de animales con la intención de alejar lo máximo posible el peligro de aquella que le atacaba y a la que debía proteger.

Todos los seres de aquel bosque eran fascinantes. O casi todos. Los sucios y diabólicos roedores no dejaban de aparecer, se acercaban sigilosamente con terribles intenciones a la niña; pretendían roerle los pies y devorar cada uno de sus pobres dedos. Y no era de esperar otra cosa pues eran esbirros de aquel espíritu mezquino que siempre la espiaba. Ella le había visto acariciándolos, acunándolos en sus brazos, él los amaba y les susurraba infestas instrucciones para que invadieran la fortaleza y capturaran a sus habitantes. Pero no todo estaba perdido, pues los seres honrados del bosque estaban del lado de la niña, aquellas ágiles serpientes peludas eran su mayor aliado, la guardia de la fortaleza. Todas combatían a la vez contra los infames roedores y resistían estoicamente esperando mientras, que los aliados de mayor tamaño acudiesen al grito de socorro de Sylviana.

sábado, 15 de enero de 2011

Capitulo 6º: Granja, enemigo y hadas.

Era todo muy sencillo. Vivir de aquel modo era muy sencillo y gratificante. No había carceleros ni torturadores, ni venenos ni prisiones. Era consciente de que aquel infame enemigo la perseguía a veces en sus aventuras, espiándola en la distancia. Pero su tamaño y su cobardía hacían de él un peligro insignificante, nada a lo que, llegado el momento, ella no pudiera hacer frente. Aquello era lo que se conocía por “libertad”.

Allí la joven princesa, que ya nunca jamás debía volver a ser de la realeza, vivía como quería aunque no tanto como debiera. Ni comía, ni dormía como un ser humano precisa, aunque llegados a este punto, cabía la posibilidad de que aquella niña no fuera tan humana como se creía. Sin embargo, por muy segura que fuera aquella enorme granja que se ocultaba en el bosque, nunca dejan de existir peligros para el que por si mismo los busca. Por ello y para protección de la “ya nunca más princesa”, había llegado a la granja el mismo día que la niña un jovencito escuchimizado y huidizo al que uno de los mozos llevó montado en burro desde un orfanato lejano. El niño había sido escogido de entre todos por ser el más retraído, ya que en su tarea como protector de aquella niña era recomendable que no albergase esperanzas de entablar amistad alguna ni dar con una compañera de juegos por el bien de ambos dada la trágica historia de la “ya nunca más princesa”.

Era un lugar hermoso aquel, lleno de asombrosas bestias y plantas de naturaleza fantástica. Cualquier rincón era lo suficientemente acogedor como para quedarse en él durante días, ¡pero había tanto que ver y descubrir!, de ningún modo podía permitirse ella permanecer quieta en ningún sitio, pues constantemente todo mutaba o desaparecía. Además estaba ese endiablado persecutor de ojos grandes como los de un búho bajo el pelo negro y largo como patas de araña. Por más que corría y se escondía, él siempre estaba por allí merodeando y sin pestañear, ya que no podía tras haberse arrancado el mismo los parpados para así vigilar mejor a sus víctimas.

El jovencito, llamado Jeaume, no era el único de entre todos los que en aquella granja servían destinado a velar por el bien de la niña. De las jóvenes que se encargaban del cuidado de la casa la más joven y también la menos necesaria en las tareas del hogar, Lena, tenía encargada la difícil tarea de asegurar que la niña recién llegada no muriese de inanición, ya que esta no respetaba los horarios en los que se servían las comidas y rara vez se la veía por la casa. Ni siquiera dormía en el cuarto que se le había reservado y unas veces se la podía encontrar durmiendo en el granero, otras abrazada a los perros de la casa, e incluso llegaron a tener que sacarla del balde de la colada, con colada incluida, en más de una ocasión en las pocas semanas que llevaba allí. Por ello Lena no tuvo más remedio que investigar los pasos de la joven y aprenderse sus hábitos y costumbres a fin de hacerle llegar sustento para mantenerla con vida.

De entre los seres más fascinantes de aquella casa del bosque, fueron las hadas las que antes manifestaron su existencia. Ella sabía muy bien que estaban allí. Eran las hadas las que como fieles aliadas le suministraban los más ricos manjares en los momentos de necesidad. Sólo tenía que cerrar los ojos y pedir la comida mentalmente, entonces abría los ojos y corría a algunos de los sitios más seguros del lugar, donde las transacciones no corrían riesgo alguno y ¡allí estaba el trozo de queso, la tarta de galletas o las uvas más apetitosas del mundo! Pero las hadas eran a veces crueles también y dejaban duros trozos de pan y limones que de nada servían, salvo como munición contra el enemigo.

domingo, 21 de marzo de 2010

Capitulo 5º: Paja, sentencia y cambios

Miraba curiosa a su alrededor pero sobre todo se giraba para ver empequeñecerse la cárcel que durante años había conocido. Un soplo de viento le acarició la robada cabellera. Se palpó la cabeza y sonrió, era como si le hubiesen liberado de unas cadenas aferradas a ella de un modo más seguro que los candados. El viejo carro traqueteaba, sobre el terreno y ensordecía todo lo que la niña no necesitaba oír.


Esa misma mañana, el Rey en persona acompañó a su heredera a los jardines donde se había convertido en asesina. Los nobles habían renunciado al exhibicionismo en parte por egoísmo vengativo y en parte por compasión a su monarca. Todo estaba dispuesto. Los familiares de las damiselas muertas se acomodaban en improvisados bancos frente al verdugo enmascarado y su afilada compañera. A la princesa le habían peinado los ondulados cabellos y vestida con un sencillo vestido semejante a un camisón, aparentaba la pureza personificada. Una máscara ocultaba su rosto y una fina tela reprimía su vista, aislándola en la oscuridad y el desconocimiento. Pura y ciega como la dama que se disponía a juzgarla.


La niña disfrutaba tumbada sobre las balas de paja, mientras mordisqueaba una manzana y escupía la fruta masticada. A ratos tarareaba canciones sin sentido y suspiraba con la mirada perdida en las tierras de Mirmitonia. El conductor de carromato sudaba en abundancia bajo un tímido sol, con la vista fija en los asnos que avanzaban con paso lento por el remoto camino del reino rumbo desconocido.


Arrodillada en el terreno húmedo, la princesa apoyó la cabeza sobre una irregular pieza de madera. El rey se alejó de ella, con la mirada ida y el rostro pétreo, dio la señal y entonces un chillido mudo rasgo el espacio y aterrizo sobre la madera, mientras la hierba se teñía de rojo una vez más, los presentes asentían y derramaban lagrimas acidas. Rodo por la hierba un segundo, hasta que el enmascarado verdugo, recogió la cabeza y la deposito graciosamente junto al cuerpo. Vinieron a recoger sus restos para rellenar el ataúd que ya esperaba huésped. El comité de verdugos se transformo en marcha fúnebre y finalmente cuando ya se encontraba profundamente bajo tierra desparecieron abandonando al Rey que aprovechó entonces para pedir perdón a la tumba y al extenso cielo.


Ese viejo desagradable la miró por tercera vez durante el largo viaje sin destino, no alcanzaba a descifrar el lenguaje de sus ojos, de su expresión descompuesta. Había tenido tiempo de sobra para acostumbrarse a sí misma. Sin largos cabellos, ni complicados vestidos tan solo unos calzones sin color y una blusa amarillenta que se hinchaba con el aire cada vez que saltaba sobre la carga de paja.


El Rey recorría los pasillos lúgubres del castillo, solo como siempre pero de repente mucho más vacio.

viernes, 12 de marzo de 2010

Capitulo 4º: Libertad, felicidad y destino.

Los monarcas y burgueses parientes de las niñas masacradas pidieron a gritos venganza por su muerta descendencia. El deseo de ver correr la sangre de la princesa por la cuchilla de la guillotina podía verse reflejado en los ojos enrojecidos de Duques, Condes y Lores. Por todas partes resonaban los tambores de una guerra dramática. Ya nada podía asegurar la pervivencia de la princesa pues su locura la había convertido en la más joven y sanguinaria asesina de todo el reino.

Sentía algo nuevo y puro en su interior. La habían arrancado de su victoria sin apenas darle tiempo a disfrutarla, pero no le importó en absoluto, pues todo a su alrededor parecía haber cambiado, sus carceleros rezumaban respeto y aquel torturador que por pretexto tenía el haberle dado vida, parecía cansado de infligirle daño. La princesa podía disfrutar ahora de sus dos libertades, ya nadie parecía estar interesado en ella tal y como ella nunca había estado interesada en nadie.

El Rey meditaba angustiado el destino de la princesa, debatiéndose entre la muerte de una hija que jamás le había querido y el alivio de unos padres que habían perdido a sus queridas hijas. El porvenir del reino no importaba ya en absoluto, pues nada que podía haber de bueno en el porvenir de una futura monarca demente y asesina, no obstante algo en el corazón del Rey quería mantener con vida a toda costa a su descendencia que pese a todo le era querida.

Y ahora que nadie se empeñaba en recluirla, podía correr libre por los jardines visitando una y otra vez el magnífico escenario de su libertad. Ojalá siguiese tal y como entonces haciéndole más fácil recrear una y otra vez lo allí acontecido… Aún así ella saltaba de un lado a otro gesticulando y rodando por la hierba, gritando y riendo a carcajadas para acabar siempre sus representaciones hundiendo las manos con fuerza en la tierra húmeda, del mismo modo que las había hundido en el torso desgarrado de uno de aquellos monstruos. Y esa sensación de plena superación la invadía de nuevo de un modo adictivo.

Nadie tenía ahora ordenes de vigilar a la pequeña, que completamente abandonada corría y se escondía por los jardines, desaseada y desnutrida. Iba de aquí para allá procurando no ser vista, desaparecía durante largas horas y reaparecía fatigada y amoratada. Algunas criadas aunque temerosas, cuidaban en dejar caer jugosas frutas al alcance de la princesa, mientras la observaban con lastima deseando que siendo consciente de su precaria situación huyese del palacio y así tuviese al menos una opción de sobrevivir, pues poco tiempo le quedaba para disfrutar de la felicidad regalada a un condenado a muerte.

La que siempre había sido su prisión cambiaba progresivamente de forma, por fin tenía el trato que como princesa jamás había conocido, definitivamente se había superado.
Pero jamás tal felicidad fue eterna.
Una tarde dos temibles y rudos guardias le dieron caza cual cervatillo, la agarraron sin miramientos y llevaron a rastras hacia el interior de unos muros que recuperaban su fría naturaleza. Fue postrada ante el Satanás hecho persona en forma de tirano dorado y la abandonaron allí, sellando las posibles salidas, a solas con el mal.

sábado, 6 de marzo de 2010

Capítulo 3º: Demonios, locura y muerte.

Tal y como debía ser, la princesa se reunía cada tres tardes con otras jovencitas de su posición, aquellas que debieran ser sus mejores amigas y confidentes, niñas de la mejor clase y educación, sin duda la compañía más idílica que la joven heredera podía tener para su desarrollo. Cada vez se reunían en distintos lugares, todos ellos exquisitos por descontado; jardines frondosos, salas de música, grandes salones, soleadas terrazas… Ubicaciones de los distintos palacios de residencia de la infantil nobleza.

Sin excepción, contando de tres en tres, la abandonaban con pequeños demonios desalmados de caras sobrealimentadas y ojos enfermizos dispuestos a entretenerse a su costa. Planeaban estos encuentros con esmero, siempre en lugares aislados sin posibilidad de huida. De este modo, el día que no sufría a merced de los demonios infantes, sufría en soledad ante el terror de la siguiente terapia.

Estaba previsto que estas reuniones las pequeñas compartiesen gustos y aficiones, y en definitivas la diversión de la que, por sus circunstancias reales, a diario no disfrutaban. Pero ni siquiera así la princesa parecía feliz y siempre alteraba a las otras niñas con sus extraños actos y macabros juegos. Gritaba enloquecida, y destrozaba los vestidos de las demás, mordía a conciencia y arañaba sin contemplaciones. Ya eran pocas las que se atrevían a hacerle compañía, tarde o temprano debido a su carácter se quedaría completamente sola.

Sus torturadoras la llevaban como si se tratase de un gladiador acabado para lanzarla a las bestias, allí la soltaban durante largas horas. ¡Qué extraños juegos disfrutaban las malditas! La estiraban hasta que se le desencajaban las extremidades, arrancaban a jirones su precaria cabellera y empleaban todo tipo de afilados objetos para rasgar su débil piel y entonces la sangre casi aguada la abandonaba… De algún modo esa sensación comenzaba a antojársele dulce.

La sacaron malherida de la última reunión y ensangrentada, mientras las miradas de horror de cuatro jóvenes llorosas seguían la trayectoria del delicado y moribundo cuerpo de la princesa enloquecida. Así acaban prácticamente todos los encuentros, en tragedia. No obstante solo existía un modo de hacer que la pequeña heredera se acostumbrase; repetirlos una y otra vez, convertirlos en rutina, en costumbre, algo normal y sano.

¿Nada iba detener tal abuso?, ¿sería obligada a enfrentar los demonios una y otra vez hasta la muerte? Pues lucharía, no le quedaba otra opción, no le habían dado otra opción, tendría que encontrar la manera de fortalecerse y crecer, y enfrentar tales monstruos.
Aquella tarde era el momento. Los demonios perecerían, porque o perecían ellos o sus torturas no serian suficientes, tendrían que ir más allá y llegar al final, tendrían que acabar con ella.


Nadie sabe qué fuerza demoniaca había poseído a la princesa, pero aquella última tarde el infierno se encontraba en los jardines de palacio. La verde hierba se tiño de rojo y sobre los cuerpos inertes de las otras niñas, la princesa sentada pulcramente miraba maravillada sus manos ensangrentadas.

viernes, 14 de agosto de 2009

Capitulo 2º: Confinación, huida y castigo.

La princesa contemplaba aburrida el vasto reino que se extendía más allá del lúgubre castillo. Día tras día su padre le forzaba a tomar exhaustivas lecciones con la excusa de “instruirla” en el arte de gobernar la que un día sería su herencia. Sin embargo ella conocía la finalidad de tal tarea, sólo querían mantenerla ocupada, confinada entre las mohosas paredes de su cárcel dorada, mientras su piel se marchitaba como las flores ante la falta de luz solar; jornada tras jornada permanecía en el oscuro estudio, almacenando datos inútiles en su memoria, disponiendo apenas de unos minutos al día para sentarse bajo su amado astro rey, antes de que los carceleros corrieran hacia ella blandiendo las cadenas de su castigo no merecido.

De nuevo la princesa había escapado al jardín, de nuevo se encontraba inerte sobre el lustroso césped a medio camino entre la insolación y el desmayo. Por más que las criadas ponían cuidado en que la joven heredera no abusase del sol por el bien de su salud, ella seguía corriendo como alma que lleva el demonio hacia el exterior, hiriendo con uñas y dientes a quienes trataran de impedírselo. No era ni la primera ni sería la última vez que en volandas hubiera de ser llevada a su lecho y tratada con paños fríos para hacerla recuperar el conocimiento.

¡Encima esto! Si no fuese suficiente el confinarla eternamente en tan sombrío lugar, osaban además a erradicar de su cuerpo el poco calor que lograba arrancar del cielo. ¿Cuál era su pecado?, ¿nacer?, tal vez ¿no ser el varón que sus padres deseaban?, ¿a que venían tales torturas?...si tan sólo llegara la muerte, y diese fin a una existencia tan miserable... No importaba la resistencia que intentase oponer, ellas, las carceleras, eran siempre más fuertes y numerosas y no dudaban en golpearla hasta dejarla inerte…

…era imposible contenerla, gritaba hasta desgañitarse, ignoraba la sangre ajena que cubría sus manos tras rasgar el rostro de las criadas con sus afiladas uñas, se convulsionaba peligrosamente entre los brazos de las doncellas que le suplicaban que parase…No había nada que hacer, ella siempre acababa histérica, apretando con fuerza su garganta por el dolor que le provocaban sus propios gritos. Aterradas, las sirvientas terminaban por soltarla con expresiones de sufrimiento en el rostro, viendo como ella misma se provocaba desmayos al no controlar su fuerza.

De nuevo caía…ojalá esta vez nada la sujetase, ojalá este fuera el final. No lo sería, pues ya oía de nuevo esas maliciosas risas.

Llantos, no importa cuantas veces fueran testigos de tal desgracia. Ellas sufrían más que su princesa las heridas cuando se autolesionaba tan cruelmente.




miércoles, 17 de diciembre de 2008

Capitulo 1º: Traición, maltrato y desmayo.

La princesa se levantó, enfadada como siempre, se miró al espejo y suplicó por su muerte. Ya no podía soportar más su fealdad, sus mejillas pálidas, sus ojos hundidos sus labios cenicientos, sus greñas grasientas. A gritos llamó a su doncella, espero medio segundo y comenzaron sus sospechas. Todos la traicionaban, todos la odiaban y confabulaban contra ella.
Los mórbidos conejos de sus sueños se lo habían advertido mientras ella les observaba devorar pasteles. La doncella no llegaba, y la princesa ya había contado hasta la docena, volvió a llamarla, gritando, desgañitándose. Se le raspó la garganta, y un líquido metálico y dulzón corrió por ella, sangre. Sangre que se encaminó hacia sus pulmones con una bocanada de aire. La princesa, traicionada y herida cayó de rodillas y se convulsionó al ritmo de las arcadas.

Entonces llegó la doncella, sucia e infantil, de ojos llorosos, que se horrorizaron ante el estado de su adorada princesa y presurosa la levantó del suelo y la trató con los más dulces cuidados.

Le hizo daño, y lo hizo a sabiendas, y sonreía con maldad mientras la empujaba a la cama y le sacudía la cara, arañándola con sus largas y mugrientas uñas. La atormentó has que la princesa se desmayó y aún después esta podía oír sus siniestras carcajadas que la acompañaron durante toda la pesadilla en la que se sumergió. Su corte traicionándola. Ella, sucia y harapienta, encerrada en una torre, muriendo de hambre, negándose a ingerir las bazofias que le ofrecían como único sustento, buscando desesperada las pastillas y brebajes que la mantenían sana y viva. Enloquecida y acompañada únicamente por esos repulsivos conejos zampones que ni tan siquiera podían desplazarse. Lo único que poseía semejante a los amigos, sus consejeros y únicos aliados.


La Servidumbre entera se afanó como era costumbre ante los desmayos de la princesa, la cocina preparó las más llamativas exquisiteces, las doncellas prepararon el más perfumado baño y el más suave vestido, en todas las salas del palacio ardieron los hogares hasta que el ambiente estuvo caldeado y acogedor. Media docena de doncellas hacían guardia en la habitación de la princesa, y varios médicos revisaban su estado cada media hora. Hasta que la princesa abrió sus grandes ojos, cinco horas después, con cara de enferma y sufrimiento, radiante con todo y bella, siempre bella.

Abrió los ojos con espanto. Se había reunido a su alrededor, como si esperasen que su precaria cama se convirtiese en su lecho de muerte. Pudo ver los gestos de malvada esperanza y sádica diversión en sus ávidos rostros antes de que estos se camuflasen tras una estática sonrisa que escondía desagrado y repulsión.

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