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domingo, 4 de marzo de 2012

Momentos de Nadie VIII; "El escondite del recuerdo"



Llegó a la estación de tren. No se veía rastros de civilización por ningún lado, tres o cuatro personas se paseaban en ambos andenes. Sus miradas grises, casi carentes de alma, ni siquiera se posaron en él.

Después de unos minutos mirando la carretera más allá de la estación comienza a dirigirse a ella. Las carreteras llevan a sitios. Mientras atraviesa la corta distancia entre las vías y el asfalto, se lleva un cigarrillo a la boca y lo enciende, estrenando un paquete recién comprado y recuperando el mal hábito. Un letrero indica la distancia al pueblo más cercano: 5 KM. Con un último vistazo hacia la olvidada estación, comienza a andar en dirección al pueblo mientras el sol acude a refugiarse lentamente tras las montañas a sus espaldas. Directo a la oscuridad.

El sol huyó al tiempo que las luces de una pequeña población comenzaban a arrojar a la inmensidad oscura su anaranjada luz artificial. El pueblo no debía de estar ya lejos, sin embargo él seguía atravesando una oscuridad cuya densidad casi podría acariciarse y cuyo tacto hubiese sido perfectamente el del terciopelo. Apenas se había cruzado con unos pocos vehículos durante el trayecto, pero ni aunque pasara a su lado el mayor y más ruidoso de los tanques de guerra se habría percatado de ello. Caminaba en perfecta línea recta por el margen de la carretera con la mirada fija en las luces cada vez más próximas, pero sin ningún deseo de llegar a ningún sitio. Los cigarros, encendidos uno tras otro eran lentamente consumidos por el aire que arrastraba olores de sulfatos y cultivos, los sonidos del mecer de las hojas y la vitalidad de los insectos acabaron por imponerse por completo a las guitarras heridas y a una batería agotada. Ya no quedaba nada, salvo mosquitos con ansias de sangre y dosis de realidad en sus trompas.

Se detuvo frente a lo que parecía ser el antro de bienvenida al pueblo, aún bastante alejado de las luces y las primeras viviendas, mientras daba la última calada de un cigarro ya extinto y se rascaba la nuca con desgana. Un lugar tan malo como cualquier otro a estas alturas. Nadie conduciría hasta allí por puro interés, era el clásico local en el que entrar a tomar algo y usar el baño a mitad de un largo viaje por carretera, donde no tienes interés de hacer amigos, donde sabes que todos los demás están allí por el mismo motivo. Sin exigencias, sin requisitos, un lugar de paso.

Aquel híbrido de pub y taberna de pueblo no estaba tan mal. El olor a madera lo inundaba todo sin llegar a primar sobre el aroma de la carne a la plancha y humo del tabaco. La iluminación tenue le permitió refugiarse en la esquina más alejada, junto a la ventana, con una cerveza y un nuevo paquete de cigarrillos. Desde allí podía verlo todo o no ver nada mientras se mantuviese lo suficientemente reclinado en el banco de madera. Como el niño que juega a cerrar los ojos, convencido así de su invisibilidad.

Durante más de dos horas permaneció allí, observando cómo unos llegaban y otros se iban, y  cómo aquellos que habían llegado pasaban a convertirse en los habían de irse. Había bebido dos cervezas más y había visto empezar y acabar una clásica película de Tarantino, sin enterarse en absoluto del argumento, había notado la mirada del camarero hacia su ojo amoratado y fija en su espalda después de pagar y trasladar cada una de las cervezas hasta la mesa, había permanecido allí sentado, casi en la misma posición desde que había llegado y esperaba hacerlo hasta que le fuese posible.

Tres motocicletas aparecieron en el aparcamiento, rugiendo como bestias apresadas, parecían servir de escolta a la furgoneta que llegó tras ellas. Mientras que las motos parecían conocer y recorrer a diario cada uno de los caminos que rodeaban el pueblo, la furgoneta por el contrario tenía el aspecto de haber salido de un concesionario apenas unas horas antes. De color verde botella y con los cristales tintados tenía un extraño aire sofisticado que en absoluto encajaba con él sus acompañantes. Los escoltas dejaron las motos y se quitaron los cascos. Dos de ellos eran chicos, de un parecido asombroso propio de hermanos o primos, sus motocicletas eran de hecho del mismo modelo, diferenciables únicamente por leves franjas de color casi imperceptibles bajo la capa de tierra y barro. La tercera era una chica, con el pelo por los hombros y que a la luz de la farola parecía tener destellos cobrizos. Se abrió una de las puertas laterales de la furgoneta, de la que bajaron otras dos chicas y tres chicos que se reunieron con los demás. Las luces de los faros de apagaron pero la música de la furgoneta continuó sonando lo suficientemente alto como para oírse desde el interior de local, y el conductor de la furgoneta y su copiloto hicieron acto de presencia. Ambos chicos, de unos veinte años, aparentemente mayores que el resto del grupo,  el que conducía se aproximó a una de las chicas de la furgoneta ciñéndola por las caderas al tiempo que la besaba, mientras los demás parecían ponerse de acuerdo para algo.

Miró con relativo interés la reciente escena y aún con algo más de interés los cortísimos pantalones que lucían cada una de las chicas aún cuando el tiempo no resultaba demasiado propicio para ello. El conductor pasaba ahora un brazo por los hombros de la chica motorista  mientras uno de los mellizos hacía acopio de las monedas que los demás le entregan. Los tres se dirigen entonces hacia la entrada del bar, pero solo la chica se percata de la presencia del chico con el aura marchita de la esquina.

–¡Ey! –el conductor de la furgoneta trata de llamar la atención del camarero después de acercarse hasta la barra– Oye, ¿puedes prepararme un par de cubos de hielo?, te devolveré los cubos mañana.

–La última vez sólo regreso uno de ellos –acusa el camarero con la cabeza ladeada y las cejas alzadas en gesto interrogante. El chico se encoge de hombros  y sonríe con gesto burlón.

– ¿De qué te iba a servir un cubo roto?, venga ya, te compraré uno nuevo–apremia– Y del color que tú quieras. –añade irónico.

El camarero niega con la cabeza y de dirige al interior, de donde vuelve con un par de cubos azules que comienza a llenar de hielo de una de las neveras tras la barra. Mientras tanto el mellizo se dirige a la máquina de tabaco y comienza a insertar monedas. Al poco el camarero pasa por encima de la barra los cubos de hielo y recoge el dinero para guardarlo en un bolsillo del delantal. Los tres jóvenes se dirigen hacia la salida cuando la chica les dice algo en voz baja y se aleja en dirección al baño mientras los otros dos regresan al aparcamiento. Al poco la furgoneta y dos de las motocicletas desaparecen tal y como habían llegado.

– ¿Pero qué coño haces aquí?– pregunta la chica sentándose a su lado, y mirando fijamente con el ceño fruncido el moratón en el ojo – ¿Y eso?

Él se encoje de hombros y tuerce la boca en un gesto desesperante.

–Cosas que pasan.

–Cosas que te pasan a ti.

Ella le mira durante unos instantes y después le abraza tan fuerte como puede, respirando profundamente como el que teme olvidar el olor del hogar. Él se repone del aturdimiento de los últimos acontecimientos y le devuelve el abrazo con la misma intensidad mientras las barreras de su mente se desmoronan y apenas resisten lo suficiente para contener el llanto.

– ¿Por qué no te han esperado?– le pregunta él cuando el abrazo a concluido y ambos se dirige hacia la salida.

–Les he dicho que tenía que ir al baño y tal vez a casa porque creía que me había bajado la regla– contesta despreocupadamente – Una chica con la regla es lo último querrías tener cerca, ¿no?, incluso yo las detesto – sonríe – Bueno, dime ¿a qué debo tu grata presencia?

–Necesitaba escapar –contesta mirando ceñudo hacía otro lado.

– ¿De quién?, ¿de tu hermano? – Pregunta con ironía– Pues a buen sitio vienes a escapar, sabes de sobra que vendrá aquí directamente. No eres nada original, aunque te encierres en la casa de tus padres sabrá que estas ahí.

–Ya lo sé, por eso no pensaba quedarme ahí. –dice él,  mirándola.

– ¿Entonces es una visita relámpago? – Inquiere de nuevo– ¿Te vuelves o piensas ir a otro sitio?

Continúa mirándola mientras se rasca la nuca, poco a poco comienza a abrir los ojos y curva las cejas en gesto suplicante.

–Acógeme.

–Oh, bromeas –dice ella mientras pone cara de fastidio y niega lentamente – No, no bromeas, tienes toda la intención de meterme en un buen lio. –le mira fijamente y suelta un largo suspiro– De acuerdo, vayamos a casa.

Ella se coloca el casco y sube a la motocicleta mientras él se sube también, sujetándose lo mejor posible con el objetivo de no caerse durante el movido viaje. Entonces ella se gira y le habla a través del casco.

–Espero que con esto, ya estemos en paz.

Él se limita a sonreír levemente y hacer un gesto afirmativo con la mano.

La motocicleta se pone en marcha, pero no se dirige de vuelta a la carretera, sino que comienza perderse en la oscuridad de la noche por un camino que hay en uno de los laterales del aparcamiento, levantando una gran nube de tierra y polvo a su paso.

domingo, 21 de marzo de 2010

Capitulo 5º: Paja, sentencia y cambios

Miraba curiosa a su alrededor pero sobre todo se giraba para ver empequeñecerse la cárcel que durante años había conocido. Un soplo de viento le acarició la robada cabellera. Se palpó la cabeza y sonrió, era como si le hubiesen liberado de unas cadenas aferradas a ella de un modo más seguro que los candados. El viejo carro traqueteaba, sobre el terreno y ensordecía todo lo que la niña no necesitaba oír.


Esa misma mañana, el Rey en persona acompañó a su heredera a los jardines donde se había convertido en asesina. Los nobles habían renunciado al exhibicionismo en parte por egoísmo vengativo y en parte por compasión a su monarca. Todo estaba dispuesto. Los familiares de las damiselas muertas se acomodaban en improvisados bancos frente al verdugo enmascarado y su afilada compañera. A la princesa le habían peinado los ondulados cabellos y vestida con un sencillo vestido semejante a un camisón, aparentaba la pureza personificada. Una máscara ocultaba su rosto y una fina tela reprimía su vista, aislándola en la oscuridad y el desconocimiento. Pura y ciega como la dama que se disponía a juzgarla.


La niña disfrutaba tumbada sobre las balas de paja, mientras mordisqueaba una manzana y escupía la fruta masticada. A ratos tarareaba canciones sin sentido y suspiraba con la mirada perdida en las tierras de Mirmitonia. El conductor de carromato sudaba en abundancia bajo un tímido sol, con la vista fija en los asnos que avanzaban con paso lento por el remoto camino del reino rumbo desconocido.


Arrodillada en el terreno húmedo, la princesa apoyó la cabeza sobre una irregular pieza de madera. El rey se alejó de ella, con la mirada ida y el rostro pétreo, dio la señal y entonces un chillido mudo rasgo el espacio y aterrizo sobre la madera, mientras la hierba se teñía de rojo una vez más, los presentes asentían y derramaban lagrimas acidas. Rodo por la hierba un segundo, hasta que el enmascarado verdugo, recogió la cabeza y la deposito graciosamente junto al cuerpo. Vinieron a recoger sus restos para rellenar el ataúd que ya esperaba huésped. El comité de verdugos se transformo en marcha fúnebre y finalmente cuando ya se encontraba profundamente bajo tierra desparecieron abandonando al Rey que aprovechó entonces para pedir perdón a la tumba y al extenso cielo.


Ese viejo desagradable la miró por tercera vez durante el largo viaje sin destino, no alcanzaba a descifrar el lenguaje de sus ojos, de su expresión descompuesta. Había tenido tiempo de sobra para acostumbrarse a sí misma. Sin largos cabellos, ni complicados vestidos tan solo unos calzones sin color y una blusa amarillenta que se hinchaba con el aire cada vez que saltaba sobre la carga de paja.


El Rey recorría los pasillos lúgubres del castillo, solo como siempre pero de repente mucho más vacio.

viernes, 14 de agosto de 2009

Capitulo 2º: Confinación, huida y castigo.

La princesa contemplaba aburrida el vasto reino que se extendía más allá del lúgubre castillo. Día tras día su padre le forzaba a tomar exhaustivas lecciones con la excusa de “instruirla” en el arte de gobernar la que un día sería su herencia. Sin embargo ella conocía la finalidad de tal tarea, sólo querían mantenerla ocupada, confinada entre las mohosas paredes de su cárcel dorada, mientras su piel se marchitaba como las flores ante la falta de luz solar; jornada tras jornada permanecía en el oscuro estudio, almacenando datos inútiles en su memoria, disponiendo apenas de unos minutos al día para sentarse bajo su amado astro rey, antes de que los carceleros corrieran hacia ella blandiendo las cadenas de su castigo no merecido.

De nuevo la princesa había escapado al jardín, de nuevo se encontraba inerte sobre el lustroso césped a medio camino entre la insolación y el desmayo. Por más que las criadas ponían cuidado en que la joven heredera no abusase del sol por el bien de su salud, ella seguía corriendo como alma que lleva el demonio hacia el exterior, hiriendo con uñas y dientes a quienes trataran de impedírselo. No era ni la primera ni sería la última vez que en volandas hubiera de ser llevada a su lecho y tratada con paños fríos para hacerla recuperar el conocimiento.

¡Encima esto! Si no fuese suficiente el confinarla eternamente en tan sombrío lugar, osaban además a erradicar de su cuerpo el poco calor que lograba arrancar del cielo. ¿Cuál era su pecado?, ¿nacer?, tal vez ¿no ser el varón que sus padres deseaban?, ¿a que venían tales torturas?...si tan sólo llegara la muerte, y diese fin a una existencia tan miserable... No importaba la resistencia que intentase oponer, ellas, las carceleras, eran siempre más fuertes y numerosas y no dudaban en golpearla hasta dejarla inerte…

…era imposible contenerla, gritaba hasta desgañitarse, ignoraba la sangre ajena que cubría sus manos tras rasgar el rostro de las criadas con sus afiladas uñas, se convulsionaba peligrosamente entre los brazos de las doncellas que le suplicaban que parase…No había nada que hacer, ella siempre acababa histérica, apretando con fuerza su garganta por el dolor que le provocaban sus propios gritos. Aterradas, las sirvientas terminaban por soltarla con expresiones de sufrimiento en el rostro, viendo como ella misma se provocaba desmayos al no controlar su fuerza.

De nuevo caía…ojalá esta vez nada la sujetase, ojalá este fuera el final. No lo sería, pues ya oía de nuevo esas maliciosas risas.

Llantos, no importa cuantas veces fueran testigos de tal desgracia. Ellas sufrían más que su princesa las heridas cuando se autolesionaba tan cruelmente.




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