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lunes, 21 de mayo de 2012

Momentos de Nadie IX; "Llamada"

La taza cae de lado sobre la mesa, esparciendo casi la totalidad de su contenido, que acaba goteando sobre el suelo.

– ¡Joder! –dice buscando a su alrededor algo con lo que parar el progreso del líquido. Acaba cogiendo una camiseta de debajo de la cama que extiende sobre el té caliente invasor de la mesa.

Entonces empieza a sonar música de modo amortiguado desde algún incierto lugar de la habitación y el chico intenta localizar la fuente del sonido, levantando y revolviendo todo lo que le rodea, pero sin éxito en su propósito.

– ¡Matías! –Llama una voz de mujer desde algún lugar fuera de la habitación – ¡Coge de una vez el móvil! Que son las dos de la mañana, ¿es que no sabes ponerlo en silencio o qué?

–Lo estoy buscando, lo estoy buscando –repite el chico más como un mantra invocador que como respuesta a su madre, mientras el teléfono deja de sonar. – ¡Joder!

Recoge la taza de la mesa y la camiseta mojada, con la que de paso seca las gotas caídas al suelo. Sale de la habitación y atraviesa un corto pasillo hasta la cocina. Una de la puerta de las que hay en el pasillo está abierta. Dentro se ve una habitación iluminada por una lámpara de mesa, una mujer de unos cuarenta años que,  sentada en un gran escritorio de madera, garabatea en color rojo sobre una pila de folios. Una vez llega a la cocina deja la taza al lado del fregadero, abre el grifo y termina de empapar la camiseta con agua, la escurre y repite el proceso un par de veces, finalmente sale por las puertas de cristal corredizas que conectan la cocina con la terraza y extiende la camiseta sobre un tendedero de plástico. Vuelve a entrar en la cocina y comprueba la tetera de metal que reposa en los fogones, está vacía. La rellena y pone al fuego, mientras el agua comienza a hervir, registra la nevera en busca de algo que pueda comerse fácilmente, la tetera comienza a lanzar un suave silbido que indica que el agua ya está lo suficientemente caliente. Decantándose finalmente por unas sobras de la cena, cierra la nevera y va a apagar el fuego.

– Cariño… –llama la mujer desde la habitación con tono meloso y pedigüeño – ¿Puedes rellenar también mi taza?

Va hacia la habitación de su madre y recoge la taza vacía que hay sobre el escritorio, vuelve hacia la cocina y la coloca junto a la suya. Pone en sendas tazas las bolsitas de té  y el agua caliente. Las deja reposar durante unos minutos, en los que da buena cuenta de las sobras del risotto de calabaza. Recoge las tazas de té y sale de la cocina apagando hábilmente el interruptor con el codo.

Entra de nuevo en su habitación, dejando la taza sobre la mesa y sentándose en la cama con el portátil sobre las piernas. Súbitamente el móvil olvidado comienza a sonar de nuevo.

–¡Matías!

–Joder, joder, joder – repite desembarazándose del portátil y rebuscando de nuevo por la habitación. Esta vez consigue encontrar el teléfono detrás la puerta, tirado en el suelo bajo unos pantalones usados.

–¿Qué? –exclama contestando bruscamente, sin ni siquiera comprobar el número de la llamada.

–Eh… ¿hola? – saluda una voz indecisa al otro lado.

–Maldito capullo… –dice al reconocer la voz, más calmado, casi aliviado de oírle –¿dónde estás?, ¿estás borracho?, tu hermano me ha preguntado por ti.

–No, no estoy borracho… A mi hermano que le den. 

domingo, 4 de marzo de 2012

Momentos de Nadie VIII; "El escondite del recuerdo"



Llegó a la estación de tren. No se veía rastros de civilización por ningún lado, tres o cuatro personas se paseaban en ambos andenes. Sus miradas grises, casi carentes de alma, ni siquiera se posaron en él.

Después de unos minutos mirando la carretera más allá de la estación comienza a dirigirse a ella. Las carreteras llevan a sitios. Mientras atraviesa la corta distancia entre las vías y el asfalto, se lleva un cigarrillo a la boca y lo enciende, estrenando un paquete recién comprado y recuperando el mal hábito. Un letrero indica la distancia al pueblo más cercano: 5 KM. Con un último vistazo hacia la olvidada estación, comienza a andar en dirección al pueblo mientras el sol acude a refugiarse lentamente tras las montañas a sus espaldas. Directo a la oscuridad.

El sol huyó al tiempo que las luces de una pequeña población comenzaban a arrojar a la inmensidad oscura su anaranjada luz artificial. El pueblo no debía de estar ya lejos, sin embargo él seguía atravesando una oscuridad cuya densidad casi podría acariciarse y cuyo tacto hubiese sido perfectamente el del terciopelo. Apenas se había cruzado con unos pocos vehículos durante el trayecto, pero ni aunque pasara a su lado el mayor y más ruidoso de los tanques de guerra se habría percatado de ello. Caminaba en perfecta línea recta por el margen de la carretera con la mirada fija en las luces cada vez más próximas, pero sin ningún deseo de llegar a ningún sitio. Los cigarros, encendidos uno tras otro eran lentamente consumidos por el aire que arrastraba olores de sulfatos y cultivos, los sonidos del mecer de las hojas y la vitalidad de los insectos acabaron por imponerse por completo a las guitarras heridas y a una batería agotada. Ya no quedaba nada, salvo mosquitos con ansias de sangre y dosis de realidad en sus trompas.

Se detuvo frente a lo que parecía ser el antro de bienvenida al pueblo, aún bastante alejado de las luces y las primeras viviendas, mientras daba la última calada de un cigarro ya extinto y se rascaba la nuca con desgana. Un lugar tan malo como cualquier otro a estas alturas. Nadie conduciría hasta allí por puro interés, era el clásico local en el que entrar a tomar algo y usar el baño a mitad de un largo viaje por carretera, donde no tienes interés de hacer amigos, donde sabes que todos los demás están allí por el mismo motivo. Sin exigencias, sin requisitos, un lugar de paso.

Aquel híbrido de pub y taberna de pueblo no estaba tan mal. El olor a madera lo inundaba todo sin llegar a primar sobre el aroma de la carne a la plancha y humo del tabaco. La iluminación tenue le permitió refugiarse en la esquina más alejada, junto a la ventana, con una cerveza y un nuevo paquete de cigarrillos. Desde allí podía verlo todo o no ver nada mientras se mantuviese lo suficientemente reclinado en el banco de madera. Como el niño que juega a cerrar los ojos, convencido así de su invisibilidad.

Durante más de dos horas permaneció allí, observando cómo unos llegaban y otros se iban, y  cómo aquellos que habían llegado pasaban a convertirse en los habían de irse. Había bebido dos cervezas más y había visto empezar y acabar una clásica película de Tarantino, sin enterarse en absoluto del argumento, había notado la mirada del camarero hacia su ojo amoratado y fija en su espalda después de pagar y trasladar cada una de las cervezas hasta la mesa, había permanecido allí sentado, casi en la misma posición desde que había llegado y esperaba hacerlo hasta que le fuese posible.

Tres motocicletas aparecieron en el aparcamiento, rugiendo como bestias apresadas, parecían servir de escolta a la furgoneta que llegó tras ellas. Mientras que las motos parecían conocer y recorrer a diario cada uno de los caminos que rodeaban el pueblo, la furgoneta por el contrario tenía el aspecto de haber salido de un concesionario apenas unas horas antes. De color verde botella y con los cristales tintados tenía un extraño aire sofisticado que en absoluto encajaba con él sus acompañantes. Los escoltas dejaron las motos y se quitaron los cascos. Dos de ellos eran chicos, de un parecido asombroso propio de hermanos o primos, sus motocicletas eran de hecho del mismo modelo, diferenciables únicamente por leves franjas de color casi imperceptibles bajo la capa de tierra y barro. La tercera era una chica, con el pelo por los hombros y que a la luz de la farola parecía tener destellos cobrizos. Se abrió una de las puertas laterales de la furgoneta, de la que bajaron otras dos chicas y tres chicos que se reunieron con los demás. Las luces de los faros de apagaron pero la música de la furgoneta continuó sonando lo suficientemente alto como para oírse desde el interior de local, y el conductor de la furgoneta y su copiloto hicieron acto de presencia. Ambos chicos, de unos veinte años, aparentemente mayores que el resto del grupo,  el que conducía se aproximó a una de las chicas de la furgoneta ciñéndola por las caderas al tiempo que la besaba, mientras los demás parecían ponerse de acuerdo para algo.

Miró con relativo interés la reciente escena y aún con algo más de interés los cortísimos pantalones que lucían cada una de las chicas aún cuando el tiempo no resultaba demasiado propicio para ello. El conductor pasaba ahora un brazo por los hombros de la chica motorista  mientras uno de los mellizos hacía acopio de las monedas que los demás le entregan. Los tres se dirigen entonces hacia la entrada del bar, pero solo la chica se percata de la presencia del chico con el aura marchita de la esquina.

–¡Ey! –el conductor de la furgoneta trata de llamar la atención del camarero después de acercarse hasta la barra– Oye, ¿puedes prepararme un par de cubos de hielo?, te devolveré los cubos mañana.

–La última vez sólo regreso uno de ellos –acusa el camarero con la cabeza ladeada y las cejas alzadas en gesto interrogante. El chico se encoge de hombros  y sonríe con gesto burlón.

– ¿De qué te iba a servir un cubo roto?, venga ya, te compraré uno nuevo–apremia– Y del color que tú quieras. –añade irónico.

El camarero niega con la cabeza y de dirige al interior, de donde vuelve con un par de cubos azules que comienza a llenar de hielo de una de las neveras tras la barra. Mientras tanto el mellizo se dirige a la máquina de tabaco y comienza a insertar monedas. Al poco el camarero pasa por encima de la barra los cubos de hielo y recoge el dinero para guardarlo en un bolsillo del delantal. Los tres jóvenes se dirigen hacia la salida cuando la chica les dice algo en voz baja y se aleja en dirección al baño mientras los otros dos regresan al aparcamiento. Al poco la furgoneta y dos de las motocicletas desaparecen tal y como habían llegado.

– ¿Pero qué coño haces aquí?– pregunta la chica sentándose a su lado, y mirando fijamente con el ceño fruncido el moratón en el ojo – ¿Y eso?

Él se encoje de hombros y tuerce la boca en un gesto desesperante.

–Cosas que pasan.

–Cosas que te pasan a ti.

Ella le mira durante unos instantes y después le abraza tan fuerte como puede, respirando profundamente como el que teme olvidar el olor del hogar. Él se repone del aturdimiento de los últimos acontecimientos y le devuelve el abrazo con la misma intensidad mientras las barreras de su mente se desmoronan y apenas resisten lo suficiente para contener el llanto.

– ¿Por qué no te han esperado?– le pregunta él cuando el abrazo a concluido y ambos se dirige hacia la salida.

–Les he dicho que tenía que ir al baño y tal vez a casa porque creía que me había bajado la regla– contesta despreocupadamente – Una chica con la regla es lo último querrías tener cerca, ¿no?, incluso yo las detesto – sonríe – Bueno, dime ¿a qué debo tu grata presencia?

–Necesitaba escapar –contesta mirando ceñudo hacía otro lado.

– ¿De quién?, ¿de tu hermano? – Pregunta con ironía– Pues a buen sitio vienes a escapar, sabes de sobra que vendrá aquí directamente. No eres nada original, aunque te encierres en la casa de tus padres sabrá que estas ahí.

–Ya lo sé, por eso no pensaba quedarme ahí. –dice él,  mirándola.

– ¿Entonces es una visita relámpago? – Inquiere de nuevo– ¿Te vuelves o piensas ir a otro sitio?

Continúa mirándola mientras se rasca la nuca, poco a poco comienza a abrir los ojos y curva las cejas en gesto suplicante.

–Acógeme.

–Oh, bromeas –dice ella mientras pone cara de fastidio y niega lentamente – No, no bromeas, tienes toda la intención de meterme en un buen lio. –le mira fijamente y suelta un largo suspiro– De acuerdo, vayamos a casa.

Ella se coloca el casco y sube a la motocicleta mientras él se sube también, sujetándose lo mejor posible con el objetivo de no caerse durante el movido viaje. Entonces ella se gira y le habla a través del casco.

–Espero que con esto, ya estemos en paz.

Él se limita a sonreír levemente y hacer un gesto afirmativo con la mano.

La motocicleta se pone en marcha, pero no se dirige de vuelta a la carretera, sino que comienza perderse en la oscuridad de la noche por un camino que hay en uno de los laterales del aparcamiento, levantando una gran nube de tierra y polvo a su paso.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Momentos de Nadie VII; "(Des)Encuentros"


                                         
Después de huir de aquel apartamento con la única finalidad de no destrozarle el rostro a quien tanto se parecía a él. Deambuló por la calles de la ciudad durante varias horas,  hasta que el Sol finalmente se ocultó, como acobardado por lo acontecido.


Volvió con desgana a casa y no le sorprendió lo más mínimo hallarla vacía, porque en el fondo se parecían más de lo que físicamente era visible y aún así no podía comprenderlo, aunque tampoco a mismo llegaba a comprenderse del todo muchas veces. En un acto masoquista pero necesario entró de nuevo en el tercer dormitorio del piso, que había sido habilitado como taller de trabajo, y una vez más lagrimas de rabia e impotencia asomaron al ver el trabajo de más de un año parcialmente destruido. Probablemente no habían sido dañados hasta quedar irrecuperables y no obstante gran parte de aquellos originales no tenían arreglo. Sin embargo resultaba extremadamente curioso, y así le pareció al autor de los mismos, que todas las láminas y originales que comprendían el primer tomo de lo que pretendía ser una saga de comics, estuvieran intactas. Este hecho reforzaba la creencia de que aquello había sido deliberado, y de que enmascaraba a fin de cuentas una llamada de auxilio por parte de su hermano pequeño que él, en fallo a su tolerancia, no había sabido ver antes. Y eso era todo lo que podía llegar a comprender, y seguía siendo insuficiente.


Mientras intenta poner algo de orden al caos existente en el taller no puede dejar de repetirse en su cabeza el mismo pensamiento una y otra vez; “Tres meses no son suficientes para nadie. Ni para ti ni tampoco para mí”. Pero al final, cuando es aceptado el desastre, el enfado y la decepción dan paso a la preocupación, porque seis horas parecen demasiadas para pasear y recapacitar.


Mirando la hora en ese despertador que nunca usa y solo conserva por cariño decide llamar a su hermano para saber dónde está y pedirle que regrese de una vez. Pero tras marcar el número de teléfono en el endiablado móvil táctil y esperar respuesta, empieza a oír una estridente música que procede de la habitación contigua a la suya. Decide entrar en la habitación solo para comprobar que consciente o inconscientemente, su hermano no lleva móvil encima. Entonces recuerda que es viernes, y que por tanto hay un lugar al que muy posiblemente se vaya a dirigir en breve. De nuevo, móvil táctil en mano, marca un nuevo número, el número de ella.


Nadie responde al otro lado de la línea. Mira de nuevo la hora, y maldice a su ineficaz móvil. No hay nada que pueda hacer hasta la una de la madrugada y para entonces quedan aun  más de hora y media. De modo que decide ducharse y despejar un poco su cabeza antes de caer de nuevo en un torbellino de emociones confrontadas, tras esto, y en vista de que las llamadas caen en saco roto recientemente, considera que lo más propio es hablarle en persona. Mientras el agua de la ducha cae estrepitosamente, dos puertas mas allá, en la habitación del hermano pequeño resuena de nuevo una canción ruidosa sin que nadie la oiga ni responda.


Con apenas media hora de margen, cierra la puerta del portal y se dirige a la boca de metro más cercana acomodándose los auriculares a los oídos y seleccionando canciones al azar en el reproductor de música del dichoso móvil táctil. Tras varios intentos y ya que ni sus canciones favoritas logran satisfacer sus necesidades musicales actuales, tira del cable lo suficientemente fuerte para arrancarse los auriculares, pero no para dañarlos, resignándose así a la sumersión en conversaciones ajenas.


Al salir de nuevo a la superficie nocturna de la ciudad, se dirige a aquel edificio que tanto visita los viernes, distinguiendo ya desde la distancia la moto que aguarda atada a la farola. Tan pronto llega a la entrada del edificio sale por la misma un joven delgaducho vestido parcialmente de negro con la cara salpicada de metal y con un gesto malhumorado. Para su pesar descubre que sale sólo, e instintivamente resopla, el recién salido de repente percatándose de su presencia lo mira y se dirige hacia él.

-¡Eh! –suelta el recién aparecido y acto seguido considerándolo un saludo muy pobre añade- Hola.

-Hola –responde él- ¿Hoy no ha venido?

-No, ¿tampoco viene contigo? –Y en vista de lo evidente añade- le he llamado hará casi una hora pero no lo ha cogido.

-¿Has llamado? –le pregunta dándose cuenta que no ha oido nada- No lo he oído, se ha dejado el móvil en casa. –aclara.

-Ah, pues qué bien –joder, otra vez, piensa para sí- bueno supongo que ya le veré el lunes.


Dicho esto el chico de los piercings hace un gesto de despedida con la mano izquierda y comienza a andar.

-¡Matías! –Exclama de repente él-  Llama al piso si sabes algo de él antes que yo.
Sin girarse siquiera el chico vuelve a hacer con la mano el mismo saludo y se dirige a la boca del metro.

Mientras él aún mira como Matías desaparece en la entrada al metro, dos manos cálidas se hunden en su pelo revuelto por detrás a la vez que unos labios suaves le besan la mejilla izquierda. Se gira para quedar cara a cara con aquella rubia rastafari y le responde al saludo con un abrazo tal vez más largo e intenso de lo normal. Tal vez ella lo nota y por ello pregunta con el ceño ligeramente fruncido:

-¿Qué ocurre?

El niega con la cabeza mientras susurra:

-Otra vez… mi hermano… otra vez.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Momentos de Nadie VI

-"Bienvenidos oyentes del Inframundo, esto es Radio Paranoia"

Al oír esas palabras, y sobre todo, al oír esa voz su corazón comienza a latir con la misma agitación que una presa herida.

Se reclina en el asiento del conductor y abre la ventanilla, sólo un poco. Mientras la locutora de radio da paso al nuevo single de un grupo de nü-metal, el se imagina unos labios carnosos que acarician el micrófono con cada palabra, mientras mechones de cabello pelirrojo se balancean con cada aspiración, a ratos acariciando el pecho a través del escote de una camiseta negra.

“Sin duda eres pelirroja, con buenas tetas además”

De pronto su mente imagina de nuevo sus labios, pero esta vez el labio inferior aparece cruzado, exactamente en el centro, por un fino aro plateado. La idea no parece disgustarle en absoluto, por el contrario, ahora al imaginar su cuerpo desnudo percibe que lleva un aro idéntico pendiendo del pezón derecho.

“Sí, ella es de ese tipo de mujeres. Tiene varios piercings, algunos incluso aún están por descubrir, y probablemente también tenga un tatuaje”

Al instante se materializa una serpiente semienroscada sobre la cadera izquierda de la mujer imaginaria, y el simple hecho de visualizar el ombligo y la suave piel del vientre provocan nuevas palpitaciones esta vez no sólo en su corazón.

“Además es una diosa del sexo, con la habilidad de ser sumisa como una brisa veraniega pero también salvaje como la tormenta tropical”

Ya sin poder resistirlo, se reclina aun más en el asiento e introduce su mano derecha bajo el pantalón y mientras cierra los ojos, en su mente empiezan a enroscarse imágenes de labios sonrosados, curvas y mechones llameantes.

Y dado que el tiempo escapa más velozmente cuando la actividad realizada es placentera, en lo que apenas podrían contarse como segundos mortales, una mano golpea el cristal de la ventanilla, rompiendo el clímax de la experiencia.

Al abrir los ojos debido a la interrupción, se encuentra unos ojos casi idénticos a los suyos mirándole con una mezcla de diversión y comprensión. Los ojos de su madre.

-Mañana te toca limpiar el coche a conciencia.

martes, 7 de septiembre de 2010

Momentos de Nadie V; "Radio Paranoia"

Mientras las últimas gotas de agua ardiendo empapan la alfombrilla del baño al precipitarse desde las puntas de sus rastas recién lavadas, su mano arranca la toalla del gancho que pende de la pared azulejada y se envuelve en ella con dificultad. “I am awake, so everything is gonna be fine…” canta una voz ronca, intentando ser positiva por encima de la notas melancólicas que la acompañan. Las palabras resuenan en toda la casa, escapando por el sistema de cuatro altavoces colocados en las distintas estancias del hogar, y llegan hasta sus oídos, mientras, ella observa un reflejo de ceño fruncido en el gran espejo enmarcado en forja del baño. Da dos pasos atrás y espera la llegada del estribillo para poder sentir que realmente todo va a ir bien. Cuando el ritmo de la canción hace presentir la subida, se dobla sobre su cuerpo de modo que las rastas mas largas se desparraman por el suelo del baño y al segundo siguiente, se yergue y sacude la cabeza hacia atrás empapando las paredes, y repite el mismo acto una y otra vez hasta que ese cantante optimista se cansa de intentar autoconvencerse y ella ya se encuentra un poco mareada debido a los bruscos movimientos.

Coge el paquete de tabaco que ha dejado en la mesa de la cocina y enciende un cigarrillo que acaba por llenarse de motas de agua procedentes de una rasta más corta que pende sobre su frente. Exhalando bocanadas de humo y con la música a todo volumen sacudiendo las paredes, abre los dos primeros cajones del mueble de su habitación. Deja caer la toalla que la envuelve a la vez que escoge unas horteras bragas de leopardo en tonos amarillos y verdes y un sujetador gris, así como esas medias de rejilla que tanto molestaban a su madre. Una camiseta raída que más valdría llamar vestido asoma curiosa desde el segundo cajón, suplicando que la saquen, ella, que en el fondo es muy considerada, decide darle una oportunidad y se la pone.

Un teléfono móvil suena abandonado bajo la almohada de la cama, pero debido al volumen de la minicadena, nadie lo oye provocando desesperación en el joven que a veinte quilómetros que distancia intenta contactar con la chica de las bragas de leopardo.

Ya vestida y calzada con unas slip-on desteñidas, se enfunda el casco y se sube a su motocicleta, la arranca y cruza la ciudad bajo un cielo de estrellas ocultas por la polución y la contaminación lumínica. Llega al edificio con apenas veinte minutos de margen, y tras encadenar la moto a la farola de rigor, traspasa las puertas de cristal y sube casi sin aliento las escaleras que llevan al primer piso. Antes de llegar al estudio saca sin miramientos el móvil para dejarlo en silencio y entonces ve la llamada perdida de su amigo, pero ahora no puede llamarle, tendrá que esperar hasta el final del programa.

Al entrar en la recepción, la recibe esa misma canción que asegura que todo va a ir bien, y Matías, el supuesto recepcionista y chico para todo, sin ni siquiera desviar su agujereado rostro de la pantalla del ordenador, se dirige a ella con la desgana habitual.

-Ahí tienes tu tila fría- dice señalando un vaso de cartón desechable.

-Gracias Mati- responde ella torciendo una sonrisa mientras se encamina al pasillo.

-Que te jodan y no me llames Mati- reclama ya en la distancia indignado.

Entra en el estudio y suelta el bolso y el casco en la mesa auxiliar del fondo. Con la tila en la mano, se sienta a la mesa semicircular y se pone los acolchados auriculares a través de los cuales puede oírse ahora un solo de bajo un tanto pesado.

-Entramos en cuanto acabe la canción, en medio minuto.- dice la chica que la mira a través del cristal, a su frente.

Ella asiente con la cabeza, se quita los cascos para recoger la carpeta de su bolso. Vuelve a sentarse y a ponerse los cascos, da un sorbo al vaso de tila mientras mira el reloj que marca las 23:58.

-¿Preparada?- cuestiona la joven a través del cristal.

-Siempre.- responde ella, esperando que el piloto se ponga rojo.

Suena entonces la melodía que siempre da paso a su programa, y la chica de otro lado del cristal asiente, solo una vez. Ella acerca sus labios pintados de rojo burdeos a la alcachofa de color violeta y dice a media voz:

-Bienvenidos oyentes del “Inframundo”, esto es Radio Paranoia.

lunes, 21 de junio de 2010

Momentos de Nadie IV: Autosuficiencia emocional

Cerró los ojos y giró el rostro justo a tiempo de recibir el impacto a puño cerrado de su hermano. La onda expansiva avanzó a la velocidad del rayo desde su pómulo, inundando su cavidad craneal, comprimiendo sus pensamientos y despertando lágrimas desesperadas que poco a poca iban asomándose a las ventanas del alma, aun cerradas. Abrió los ojos para encontrarse frente a la ausencia de un hermano al que por pura necesidad había obligado a tal acto. Porque en el fondo, uno prefiere que dañen los de su sangre antes que un completo desconocido, lo que por otro lado no iba con él. Su cobardía le impedía cualquier acto de provocación.

Necesitaba ese golpe. Necesitaba hacer físico ese dolor que le quemaba por dentro. Necesitaba llorar de cualquier modo. Necesitaba una válvula de escape. Necesitaba pasar página, por mucho que en ella estuviesen escritas sus frases favoritas.

Su condición de hermano menor y adolescente aún le permitía concederse actos como aquel, aunque para ser justos este había sido una autentica putada. Su hermano iba a tener que dedicar incontables horas para rehacer aquellos originales, al menos se trataba de un proyecto personal. O tal vez por eso precisamente había dado tan buen resultado, ya que su tutor últimamente parecía alcanzar limites de tolerancia insospechados. Sabía perfectamente cómo iba a lucir todo eso de cara al público, “adolescente con traumas que trata de llamar la atención adquiriendo una conducta problemática y rebelde”. Le venía como anillo al dedo. Nadie iba a preocuparse en preguntarle personalmente que le ocurría cuando podían afirmar su problema basándose en actos, y mientras tanto el podía ir reconstruyendo su interior siguiendo sus propios métodos. A estas alturas ya sólo se fiaba de sí mismo y no era para menos, su padre le había dejado grabada una frase cuando aún era pequeño: el mundo está lleno de lobos. Ahora solo tenía que rematar la función con una acción tan estúpida e inmadura como la anterior.

En un llanto silencioso y amargo a la vez que placentero, se dirigió a la puerta principal, y echando mano de su cazadora oscura abandonó el hogar. Rebuscó en sus bolsillos hasta encontrar los auriculares, antes de salir del edificio ya iba acompañado de los lamentos desesperados de una ronca y agradable voz. Entró en el primer establecimiento de comestibles al que llegó y compró un refresco frío. Camino de la estación de trenes agradeció sentir la frialdad de la lata sobre su piel, aquello iba a adquirir una tonalidad muy poco favorecedora en las próximas horas.

Después de contemplar ensimismado los trenes que iban y venían, finalmente se decidió. Entró en la estación y se aproximó a los mostradores de venta de billetes, mientras contaba el total de crédito que ofrecía su cartera; 23,63 euros. Suficiente.

miércoles, 21 de abril de 2010

Momentos de Nadie III

Abre los ojos de golpe y la luz blanca le quema los ojos, pega un grito y salta del asiento. Todos se giran hacia él. ¿Qué demonios les pasa? Se vuelve a sentar, y sonríe a su audiencia. El Hombre Topo continua con su discurso acerca de la capacidad persuasiva de la corriente filosófica centrada en la autocomplacencia y la pasividad frente al dialogo interior, mientras él se apoya en la palma de la mano mirando al frente pero sin ver absolutamente nada. ¿A quién demonios le importa esa mierda de clase? Cierra los ojos e imagina una naranja pelada que le sonríe con una anchísima boca desdentada. Las palabras de sus canciones favoritas flotan en un universo mohoso y se enredan salpicándose unas a otras, para que él y sólo él pueda escogerlas y reordenarlas formando las frases más importantes de su vida. ¿Qué vida se resume en unas pocas frases? Al abrir de nuevo los ojos ve demasiado cerca de su cara un rostro sonriente que le repugna hasta límites inconfesables, ni le gusta ni le interesa lo más mínimo esa persona que por todos los medios trata de convencer de su simpatía a los demás.

-¿Qué te pasa?-pregunta con importancia fingida.

Apenas la mira, alzando las cejas en toda respuesta y pregunta. Vuelve a cerrar los ojos y desea que dicho ser desaparezca en los próximos cinco segundos... ¡Sí!, deseo concedido Míster Detestable.

Súbito ruido de movimiento y voces que comentan sin ceñirse a los susurros. Bien parece que se ha acabado. Se levanta y recoge con la misma mano hojas, chaqueta y móvil. Y sin mirar atrás se larga del recinto tan rápido como le permiten las desgastadas suelas de sus zapatillas.

Qué le jodan a todo, sólo quiero llegar a casa y “magrearme” a gusto con la almohada.

martes, 6 de abril de 2010

Momentos de Nadie II

Lleva más de dos horas frente al ordenador y hace alrededor de seis minutos que permanece con la mirada fija en un punto imaginario situado ligeramente por encima del centro de la pantalla de diecinueve pulgadas.

–¿Te queda mucho?

Oye esa voz tan conocida a su espalda, pero aún así decide no romper todavía la situación de semi inconsciencia en la que se encuentra, sólo unos segundos más, tal vez se le ocurra algo en el último instante…

Intento fallido.

–No –responde mientras cierra un documento completamente en blanco–. Definitivamente, he terminado.

Cierra sesión a la vez que se calza correctamente unos discretos zapatos con tacón de siete centímetros, negros y de punta redondeada. Se levanta de la silla sintiendo un dolor punzante en la rodilla izquierda. Recoge la cartera y el móvil del escritorio, así como el bolso y la chaqueta de cuero y se gira a la vez que esconde su gesto de disgusto bajo una tímida sonrisa de resignación.

–Vámonos ya, por favor.
–No has avanzado nada con la crítica del libro.
–En absoluto. –se pone la chaqueta hábilmente mientras ambas caminan hacia el ascensor–. ¿Cómo se supone que se recomienda un libro que no has leído? –pregunta negando con la cabeza sin ser consciente de ello.
–Nadie dice que tengas que recomendarlo, de hecho ni siquiera tiene por qué ser “ese” libro.


Llama al ascensor y se gira de modo que ambas mujeres quedan cara a cara.

–Sí, pero tiene que ser “ese” libro, porque es “su” libro –contesta acompañando las palabras con exagerados movimientos de su mano libre–. Todo el mundo sabe que a lo que más aspiro en estos momentos es a poder trabajar en su revista, todo el mundo espera que la crítica semanal sea sobre su recién publicado libro, ¡podría hacer que se fijara en mí!
–¡Hay que ver cómo exageras!, tan sólo es la crítica semanal en el blog de una editorial mediocre. No va a tener tanta repercusión, hace cinco días desde el lanzamiento, piensa cuantas críticas le habrán llegado ya.


Entran en el ascensor y marcan el botón que encierra una B. Ella mira su reflejo en espejo con la frente fruncida mientras la otra mujer elimina con los dedos índices el maquillaje sobrante de sus perfilados ojos.

–Necesito encontrar a alguien que haya leído el libro –dice mordiéndose el labio inferior–. ¿Se te ocurre alguien? –pregunta con tono de suplica mientras se gira a su interlocutora e interpreta el papel de cachorrito abandonado que, en estas circunstancias, suele sacarla del paso.
–Eres tan cabezota… Supongo que siempre puedes probar con Daniel. Ya sabes, tiene que hacer su destripamiento mordaz de la semana, o no dormirá bien los próximos seis días y puede que como tú, se haya percatado de “su” libro. Pero sabes que no sacarás nada halagador de él.

Las puertas metálicas se abren en el vestíbulo y las dos avanzan hacia la salida del edificio seguidas por la mirada de una recepcionista con esencia de limón.


–Daniel… –dice pensativa.
–No es lo que andas buscando, pero el sí se leería el libro si pretendiese hacer una crítica sobre él.

Se gira para dedicar esta vez una mirada que pretende ser “fulminante” a esa mujer que en estos momentos se ríe de ella. Vuelve la vista al frente, a los escasos peatones que a esa hora transitan por la calle y con un ligero tono de rechazo sentencia:

–Daniel aún me debe una.

viernes, 26 de marzo de 2010

Momentos de Nadie I

Echa la cabeza hacia atrás a la vez que expulsa el humo de un cigarrillo que se consume con prisa acelerada entre sus dedos manchados de tinta. Cierra los ojos y se sumerge en la melodía que perfora sus oídos y resuena en su cabeza, un equilibrio perfecto de teclados y guitarras chillonas con las cuerdas agudas de una voz histérica. Su musa se llama Soledad y no tanto para su desgracia como para la de los demás, jamás le abandona. Abre los ojos a tiempo para dar la última calada a una colilla inminente, agachando la cabeza un mechón de pelo le tapa la cara lo suficiente como para ocultar su rostro de la multitud ajetreada, pero no como para dejarle sin visibilidad. Van de aquí para allá y vuelven, unos sudan bajo la copiosa lluvia, otros intentan cubrirse de ella con maletines o abrigos y unos pocos andan erguidos con la cabeza alta y el paraguas fuertemente sujeto. Con el ceño fruncido se despide de su amante Nicotina y entra en el vestíbulo que hay a sus espaldas. La mirada ácida de una recepcionista que perdió la sonrisa siglos atrás le invita a frotar las suelas de sus zapatillas en un largo felpudo que miente “WELCOME” en una desalmada tipografía arial. Al pasar por su lado en dirección al ascensor le dedica a la mujer tras el mostrador ese gesto a medio paso entre sonrisa y mueca burlona que tantas enemistades le ha conseguido, no hay nada que hacer, acabaría sumando una más, tarde o temprano. Espera a que el maldito ascensor decida bajar mientras observa sin aparente interés y completamente obsesionado una mancha oscura y grisácea en la baldosa marmolea sobre la que pisa con su pie derecho. Probablemente sea fruto de algún tipo de rueda de goma, como las del carrito de la señora de la limpieza. Mirándola fijamente ve como la cabeza de un lobo abre sus fauces con furia, para no enfadarlo aún más retira el pie de la baldosa, esperando que no invadir su territorio sea más que suficiente para calmar a la mancha. El ascensor inusualmente vacío se abre, y entra en él apretando el botón de la 3º planta sin girarse a ver como el lobo le enseña los dientes por haber osado a plantarle una suela húmeda en su fea cabeza gris. Cierra de nuevo los ojos e intenta disfrutar del solo de guitarra que invade en esos momentos su cerebro, el ascensor está tardando algo más de lo común en ponerse en movimiento, y entonces una mano fría se posa sobre su hombro derecho. Rápidamente se gira mientras con la mano izquierda se arranca los auriculares y con el hombro invadido ejerce la fuerza suficiente para sacudirse la mano intrusa y a la vez no parecer maleducado. Y se encuentra frente a frente con un rostro sonriente y sorprendido enmarcado bajo una mata de pelo castaño recién salido de la ducha.

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