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lunes, 21 de mayo de 2012

Momentos de Nadie IX; "Llamada"

La taza cae de lado sobre la mesa, esparciendo casi la totalidad de su contenido, que acaba goteando sobre el suelo.

– ¡Joder! –dice buscando a su alrededor algo con lo que parar el progreso del líquido. Acaba cogiendo una camiseta de debajo de la cama que extiende sobre el té caliente invasor de la mesa.

Entonces empieza a sonar música de modo amortiguado desde algún incierto lugar de la habitación y el chico intenta localizar la fuente del sonido, levantando y revolviendo todo lo que le rodea, pero sin éxito en su propósito.

– ¡Matías! –Llama una voz de mujer desde algún lugar fuera de la habitación – ¡Coge de una vez el móvil! Que son las dos de la mañana, ¿es que no sabes ponerlo en silencio o qué?

–Lo estoy buscando, lo estoy buscando –repite el chico más como un mantra invocador que como respuesta a su madre, mientras el teléfono deja de sonar. – ¡Joder!

Recoge la taza de la mesa y la camiseta mojada, con la que de paso seca las gotas caídas al suelo. Sale de la habitación y atraviesa un corto pasillo hasta la cocina. Una de la puerta de las que hay en el pasillo está abierta. Dentro se ve una habitación iluminada por una lámpara de mesa, una mujer de unos cuarenta años que,  sentada en un gran escritorio de madera, garabatea en color rojo sobre una pila de folios. Una vez llega a la cocina deja la taza al lado del fregadero, abre el grifo y termina de empapar la camiseta con agua, la escurre y repite el proceso un par de veces, finalmente sale por las puertas de cristal corredizas que conectan la cocina con la terraza y extiende la camiseta sobre un tendedero de plástico. Vuelve a entrar en la cocina y comprueba la tetera de metal que reposa en los fogones, está vacía. La rellena y pone al fuego, mientras el agua comienza a hervir, registra la nevera en busca de algo que pueda comerse fácilmente, la tetera comienza a lanzar un suave silbido que indica que el agua ya está lo suficientemente caliente. Decantándose finalmente por unas sobras de la cena, cierra la nevera y va a apagar el fuego.

– Cariño… –llama la mujer desde la habitación con tono meloso y pedigüeño – ¿Puedes rellenar también mi taza?

Va hacia la habitación de su madre y recoge la taza vacía que hay sobre el escritorio, vuelve hacia la cocina y la coloca junto a la suya. Pone en sendas tazas las bolsitas de té  y el agua caliente. Las deja reposar durante unos minutos, en los que da buena cuenta de las sobras del risotto de calabaza. Recoge las tazas de té y sale de la cocina apagando hábilmente el interruptor con el codo.

Entra de nuevo en su habitación, dejando la taza sobre la mesa y sentándose en la cama con el portátil sobre las piernas. Súbitamente el móvil olvidado comienza a sonar de nuevo.

–¡Matías!

–Joder, joder, joder – repite desembarazándose del portátil y rebuscando de nuevo por la habitación. Esta vez consigue encontrar el teléfono detrás la puerta, tirado en el suelo bajo unos pantalones usados.

–¿Qué? –exclama contestando bruscamente, sin ni siquiera comprobar el número de la llamada.

–Eh… ¿hola? – saluda una voz indecisa al otro lado.

–Maldito capullo… –dice al reconocer la voz, más calmado, casi aliviado de oírle –¿dónde estás?, ¿estás borracho?, tu hermano me ha preguntado por ti.

–No, no estoy borracho… A mi hermano que le den. 

martes, 6 de marzo de 2012

Capitulo 8º: Sangre, sudor y lágrimas.


Hundió las manos en el denso fango y las sacó rebosantes de aquella viscosa maravilla que la volvería invisible a ojos humanos, se la restregó por la cara y los brazos hasta quedar completamente embadurnada, se arrancó la ropa con la que cada día la amortajaban y cubrió el resto de su cuerpo con esmero. Repasó las zonas donde se había empezado a secar y a continuación rodó por el lecho del bosque de modo que toda las prendas desechadas por las hadas quedasen pegadas a su cuerpo, el calor corporal activaría su magia y haría efecto de modo que ella desaparecería en un manto de invisibilidad, el mismo que tantas veces había visto emplear a los seres del bosque.

Apenas podía distinguirla del follaje de los árboles cuando se encaramaba a estos, o de los montones de hojas cuando prefería arrastrarse por el suelo, pero acabó notando el nauseabundo olor que la acompañaba y eso le demostró que guiándose de su olfato podría localizarla. Estaba especialmente agitada últimamente, aunque el motivo no parecía ser el mismo que impedía conciliar el sueño a Jeaume. No, a ella los aullidos en la noche y los gruñidos de las bestias no parecían incomodarla lo más mínimo, por el contrario, a menudo su risa demencial y aguda se unía a la aterradora melodía nocturna. Al menos cuando reía parecían quedar vestigios de humanidad en ella, por el contrario cuando imitaba a las bestias se convertía en una más de la manada. Una manada cada noche más cercana. Mientras ella gritaba y reía, el joven derramaba lágrimas silenciosas, con los ojos muy abiertos y la mandíbula sellada, con los pulmones oprimidos por el terror.

Llegaban. Podía sentirlos cada vez más cerca, casi notaba ya su cálido aliento. Llevaba días llamándolos en la noche, indicándoles el camino. Pronto se unirían a sus fuerzas, eran todo lo que necesitaba para vencerle. Pese a la magia del bosque no había conseguido despistarle lo suficiente, su voracidad y sus poderes malditos debían ser inconmensurables ya que ni siquiera procuraba pasar desapercibido, incluso osaba mantenerse cada vez más cerca, sobre todo haciendo uso del manto de la oscuridad. Por supuesto también había recurrido a nuevos aliados, ella había sido capaz de capturar a penas un par de ellos; ratas, aún más horrendas que cualesquiera otras, y peor aún, ¡aladas! Estas nuevas criaturas manaban la maldad de su amo, ya que siempre que las aferraba lanzaban arañazos y dentelladas contra ella. La hacían sangrar, y ese parecía ser el rastro que guiaba al niño búho hacia ella.

Ya estaban allí. Oía su respiración ansiosa, olía su aliento sanguinolento, sentía sus pisadas amortiguadas por la hojarasca. Debía detenerla, apresarla si era necesario. No sería fácil, pero debía hacerlo, su vida estaba ligada por necesidad a la de la niña salvaje, ella le había salvado de una muerte prematura en la miseria de la ciudad y él debía salvarla a ella de su locura desquiciada. Trepó un poco más por las ramas, buscando a tientas una lo suficientemente larga como para saltar al árbol contiguo, donde la salvaje dormía o esperaba, en cualquier caso debía ser rápido y silencioso. Dejó de respirar y se balanceo suave pero decididamente, para soltarse después e ir a parar en el árbol vecino con un golpe sordo, acto seguido algo frío y pétreo le derribó del árbol al impactar con su nuca. Calló. Y sintió como si su espalda se deshiciese en mil pedazos al chocar con la tierra. Pero no dolía. Nada dolía, pero podía sentir cómo se le vaciaba el cuerpo a través de alguna brecha en la parte posterior de su cabeza. Palmeo el suelo con las manos para demostrarse que las sentía. Noto huesos, comenzó a moverse, a incorporarse, y vio que había aterrizado sobre algún animal en proceso de descomposición.  Muerte y sangre, un reclamo ideal. Entonces miro hacia arriba, justo en el momento en que la sombra caía sobre él.

¡Lo había atrapado por fin! Era ahora o nunca. Se le aferró con fuerza, intentando mantenerlo inmovilizado el tiempo suficiente para que sus guerreros le ayudasen a acabar con él. Se retorcía, tenía más fuerza que ella, pero poco importaba eso ya. Aulló, una vez, dos veces, tres… Algo le impidió la boca. Lo mordió, era blando y duro, sabía salado y sucio, a miedo, y siguió clavando los dientes hasta que comenzó a saber a vivo. Algo le rozó la pierna, una fuerza nueva y poderosa que los derrumbó a ambos. Gruñía y entonces vio sus ojos. Brillaban, claros, brillaban, como los colmillos, largos. La miraba directamente a los ojos, cómplice, le echó el aliento y entonces hundió el hocico en el hueco entre su hombro y el brazo de su captor. Trató de cerrar las fauces en torno a su cuello, para liberarla del monstruo que la retenía. Funcionó. Su boca quedó libre de nuevo… y la del guardián fue ocupada. Oyó un quejido.

El guardián muere. Un peso cae, bello sobre las hojas, iluminado por un rayo de luna. El color de la vida derramada se eclipsa bajo un torrente que mana de sus ojos, salado. Tiran de ella y se deja arrastrar. Tronco. Ramas. Más y más ramas. Aún lo ve, tendido a mucha distancia de ella: peludo, grande y hermoso. La atan unos brazos temblorosos que apenas siente, pero que por un momento mira; uno de ellos es rojo, el color de la vida, y sostiene en el puño la muerte punzante y afilada. Los brazos comienzan a dejar de temblar. El puño se abre y la muerte cae. Las cadenas vivas hacen fuerza sobre la presa y prácticamente la inmovilizan.

Su guardián ha muerto y ella está completamente atrapada.

domingo, 4 de marzo de 2012

Momentos de Nadie VIII; "El escondite del recuerdo"



Llegó a la estación de tren. No se veía rastros de civilización por ningún lado, tres o cuatro personas se paseaban en ambos andenes. Sus miradas grises, casi carentes de alma, ni siquiera se posaron en él.

Después de unos minutos mirando la carretera más allá de la estación comienza a dirigirse a ella. Las carreteras llevan a sitios. Mientras atraviesa la corta distancia entre las vías y el asfalto, se lleva un cigarrillo a la boca y lo enciende, estrenando un paquete recién comprado y recuperando el mal hábito. Un letrero indica la distancia al pueblo más cercano: 5 KM. Con un último vistazo hacia la olvidada estación, comienza a andar en dirección al pueblo mientras el sol acude a refugiarse lentamente tras las montañas a sus espaldas. Directo a la oscuridad.

El sol huyó al tiempo que las luces de una pequeña población comenzaban a arrojar a la inmensidad oscura su anaranjada luz artificial. El pueblo no debía de estar ya lejos, sin embargo él seguía atravesando una oscuridad cuya densidad casi podría acariciarse y cuyo tacto hubiese sido perfectamente el del terciopelo. Apenas se había cruzado con unos pocos vehículos durante el trayecto, pero ni aunque pasara a su lado el mayor y más ruidoso de los tanques de guerra se habría percatado de ello. Caminaba en perfecta línea recta por el margen de la carretera con la mirada fija en las luces cada vez más próximas, pero sin ningún deseo de llegar a ningún sitio. Los cigarros, encendidos uno tras otro eran lentamente consumidos por el aire que arrastraba olores de sulfatos y cultivos, los sonidos del mecer de las hojas y la vitalidad de los insectos acabaron por imponerse por completo a las guitarras heridas y a una batería agotada. Ya no quedaba nada, salvo mosquitos con ansias de sangre y dosis de realidad en sus trompas.

Se detuvo frente a lo que parecía ser el antro de bienvenida al pueblo, aún bastante alejado de las luces y las primeras viviendas, mientras daba la última calada de un cigarro ya extinto y se rascaba la nuca con desgana. Un lugar tan malo como cualquier otro a estas alturas. Nadie conduciría hasta allí por puro interés, era el clásico local en el que entrar a tomar algo y usar el baño a mitad de un largo viaje por carretera, donde no tienes interés de hacer amigos, donde sabes que todos los demás están allí por el mismo motivo. Sin exigencias, sin requisitos, un lugar de paso.

Aquel híbrido de pub y taberna de pueblo no estaba tan mal. El olor a madera lo inundaba todo sin llegar a primar sobre el aroma de la carne a la plancha y humo del tabaco. La iluminación tenue le permitió refugiarse en la esquina más alejada, junto a la ventana, con una cerveza y un nuevo paquete de cigarrillos. Desde allí podía verlo todo o no ver nada mientras se mantuviese lo suficientemente reclinado en el banco de madera. Como el niño que juega a cerrar los ojos, convencido así de su invisibilidad.

Durante más de dos horas permaneció allí, observando cómo unos llegaban y otros se iban, y  cómo aquellos que habían llegado pasaban a convertirse en los habían de irse. Había bebido dos cervezas más y había visto empezar y acabar una clásica película de Tarantino, sin enterarse en absoluto del argumento, había notado la mirada del camarero hacia su ojo amoratado y fija en su espalda después de pagar y trasladar cada una de las cervezas hasta la mesa, había permanecido allí sentado, casi en la misma posición desde que había llegado y esperaba hacerlo hasta que le fuese posible.

Tres motocicletas aparecieron en el aparcamiento, rugiendo como bestias apresadas, parecían servir de escolta a la furgoneta que llegó tras ellas. Mientras que las motos parecían conocer y recorrer a diario cada uno de los caminos que rodeaban el pueblo, la furgoneta por el contrario tenía el aspecto de haber salido de un concesionario apenas unas horas antes. De color verde botella y con los cristales tintados tenía un extraño aire sofisticado que en absoluto encajaba con él sus acompañantes. Los escoltas dejaron las motos y se quitaron los cascos. Dos de ellos eran chicos, de un parecido asombroso propio de hermanos o primos, sus motocicletas eran de hecho del mismo modelo, diferenciables únicamente por leves franjas de color casi imperceptibles bajo la capa de tierra y barro. La tercera era una chica, con el pelo por los hombros y que a la luz de la farola parecía tener destellos cobrizos. Se abrió una de las puertas laterales de la furgoneta, de la que bajaron otras dos chicas y tres chicos que se reunieron con los demás. Las luces de los faros de apagaron pero la música de la furgoneta continuó sonando lo suficientemente alto como para oírse desde el interior de local, y el conductor de la furgoneta y su copiloto hicieron acto de presencia. Ambos chicos, de unos veinte años, aparentemente mayores que el resto del grupo,  el que conducía se aproximó a una de las chicas de la furgoneta ciñéndola por las caderas al tiempo que la besaba, mientras los demás parecían ponerse de acuerdo para algo.

Miró con relativo interés la reciente escena y aún con algo más de interés los cortísimos pantalones que lucían cada una de las chicas aún cuando el tiempo no resultaba demasiado propicio para ello. El conductor pasaba ahora un brazo por los hombros de la chica motorista  mientras uno de los mellizos hacía acopio de las monedas que los demás le entregan. Los tres se dirigen entonces hacia la entrada del bar, pero solo la chica se percata de la presencia del chico con el aura marchita de la esquina.

–¡Ey! –el conductor de la furgoneta trata de llamar la atención del camarero después de acercarse hasta la barra– Oye, ¿puedes prepararme un par de cubos de hielo?, te devolveré los cubos mañana.

–La última vez sólo regreso uno de ellos –acusa el camarero con la cabeza ladeada y las cejas alzadas en gesto interrogante. El chico se encoge de hombros  y sonríe con gesto burlón.

– ¿De qué te iba a servir un cubo roto?, venga ya, te compraré uno nuevo–apremia– Y del color que tú quieras. –añade irónico.

El camarero niega con la cabeza y de dirige al interior, de donde vuelve con un par de cubos azules que comienza a llenar de hielo de una de las neveras tras la barra. Mientras tanto el mellizo se dirige a la máquina de tabaco y comienza a insertar monedas. Al poco el camarero pasa por encima de la barra los cubos de hielo y recoge el dinero para guardarlo en un bolsillo del delantal. Los tres jóvenes se dirigen hacia la salida cuando la chica les dice algo en voz baja y se aleja en dirección al baño mientras los otros dos regresan al aparcamiento. Al poco la furgoneta y dos de las motocicletas desaparecen tal y como habían llegado.

– ¿Pero qué coño haces aquí?– pregunta la chica sentándose a su lado, y mirando fijamente con el ceño fruncido el moratón en el ojo – ¿Y eso?

Él se encoje de hombros y tuerce la boca en un gesto desesperante.

–Cosas que pasan.

–Cosas que te pasan a ti.

Ella le mira durante unos instantes y después le abraza tan fuerte como puede, respirando profundamente como el que teme olvidar el olor del hogar. Él se repone del aturdimiento de los últimos acontecimientos y le devuelve el abrazo con la misma intensidad mientras las barreras de su mente se desmoronan y apenas resisten lo suficiente para contener el llanto.

– ¿Por qué no te han esperado?– le pregunta él cuando el abrazo a concluido y ambos se dirige hacia la salida.

–Les he dicho que tenía que ir al baño y tal vez a casa porque creía que me había bajado la regla– contesta despreocupadamente – Una chica con la regla es lo último querrías tener cerca, ¿no?, incluso yo las detesto – sonríe – Bueno, dime ¿a qué debo tu grata presencia?

–Necesitaba escapar –contesta mirando ceñudo hacía otro lado.

– ¿De quién?, ¿de tu hermano? – Pregunta con ironía– Pues a buen sitio vienes a escapar, sabes de sobra que vendrá aquí directamente. No eres nada original, aunque te encierres en la casa de tus padres sabrá que estas ahí.

–Ya lo sé, por eso no pensaba quedarme ahí. –dice él,  mirándola.

– ¿Entonces es una visita relámpago? – Inquiere de nuevo– ¿Te vuelves o piensas ir a otro sitio?

Continúa mirándola mientras se rasca la nuca, poco a poco comienza a abrir los ojos y curva las cejas en gesto suplicante.

–Acógeme.

–Oh, bromeas –dice ella mientras pone cara de fastidio y niega lentamente – No, no bromeas, tienes toda la intención de meterme en un buen lio. –le mira fijamente y suelta un largo suspiro– De acuerdo, vayamos a casa.

Ella se coloca el casco y sube a la motocicleta mientras él se sube también, sujetándose lo mejor posible con el objetivo de no caerse durante el movido viaje. Entonces ella se gira y le habla a través del casco.

–Espero que con esto, ya estemos en paz.

Él se limita a sonreír levemente y hacer un gesto afirmativo con la mano.

La motocicleta se pone en marcha, pero no se dirige de vuelta a la carretera, sino que comienza perderse en la oscuridad de la noche por un camino que hay en uno de los laterales del aparcamiento, levantando una gran nube de tierra y polvo a su paso.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Momentos de Nadie VII; "(Des)Encuentros"


                                         
Después de huir de aquel apartamento con la única finalidad de no destrozarle el rostro a quien tanto se parecía a él. Deambuló por la calles de la ciudad durante varias horas,  hasta que el Sol finalmente se ocultó, como acobardado por lo acontecido.


Volvió con desgana a casa y no le sorprendió lo más mínimo hallarla vacía, porque en el fondo se parecían más de lo que físicamente era visible y aún así no podía comprenderlo, aunque tampoco a mismo llegaba a comprenderse del todo muchas veces. En un acto masoquista pero necesario entró de nuevo en el tercer dormitorio del piso, que había sido habilitado como taller de trabajo, y una vez más lagrimas de rabia e impotencia asomaron al ver el trabajo de más de un año parcialmente destruido. Probablemente no habían sido dañados hasta quedar irrecuperables y no obstante gran parte de aquellos originales no tenían arreglo. Sin embargo resultaba extremadamente curioso, y así le pareció al autor de los mismos, que todas las láminas y originales que comprendían el primer tomo de lo que pretendía ser una saga de comics, estuvieran intactas. Este hecho reforzaba la creencia de que aquello había sido deliberado, y de que enmascaraba a fin de cuentas una llamada de auxilio por parte de su hermano pequeño que él, en fallo a su tolerancia, no había sabido ver antes. Y eso era todo lo que podía llegar a comprender, y seguía siendo insuficiente.


Mientras intenta poner algo de orden al caos existente en el taller no puede dejar de repetirse en su cabeza el mismo pensamiento una y otra vez; “Tres meses no son suficientes para nadie. Ni para ti ni tampoco para mí”. Pero al final, cuando es aceptado el desastre, el enfado y la decepción dan paso a la preocupación, porque seis horas parecen demasiadas para pasear y recapacitar.


Mirando la hora en ese despertador que nunca usa y solo conserva por cariño decide llamar a su hermano para saber dónde está y pedirle que regrese de una vez. Pero tras marcar el número de teléfono en el endiablado móvil táctil y esperar respuesta, empieza a oír una estridente música que procede de la habitación contigua a la suya. Decide entrar en la habitación solo para comprobar que consciente o inconscientemente, su hermano no lleva móvil encima. Entonces recuerda que es viernes, y que por tanto hay un lugar al que muy posiblemente se vaya a dirigir en breve. De nuevo, móvil táctil en mano, marca un nuevo número, el número de ella.


Nadie responde al otro lado de la línea. Mira de nuevo la hora, y maldice a su ineficaz móvil. No hay nada que pueda hacer hasta la una de la madrugada y para entonces quedan aun  más de hora y media. De modo que decide ducharse y despejar un poco su cabeza antes de caer de nuevo en un torbellino de emociones confrontadas, tras esto, y en vista de que las llamadas caen en saco roto recientemente, considera que lo más propio es hablarle en persona. Mientras el agua de la ducha cae estrepitosamente, dos puertas mas allá, en la habitación del hermano pequeño resuena de nuevo una canción ruidosa sin que nadie la oiga ni responda.


Con apenas media hora de margen, cierra la puerta del portal y se dirige a la boca de metro más cercana acomodándose los auriculares a los oídos y seleccionando canciones al azar en el reproductor de música del dichoso móvil táctil. Tras varios intentos y ya que ni sus canciones favoritas logran satisfacer sus necesidades musicales actuales, tira del cable lo suficientemente fuerte para arrancarse los auriculares, pero no para dañarlos, resignándose así a la sumersión en conversaciones ajenas.


Al salir de nuevo a la superficie nocturna de la ciudad, se dirige a aquel edificio que tanto visita los viernes, distinguiendo ya desde la distancia la moto que aguarda atada a la farola. Tan pronto llega a la entrada del edificio sale por la misma un joven delgaducho vestido parcialmente de negro con la cara salpicada de metal y con un gesto malhumorado. Para su pesar descubre que sale sólo, e instintivamente resopla, el recién salido de repente percatándose de su presencia lo mira y se dirige hacia él.

-¡Eh! –suelta el recién aparecido y acto seguido considerándolo un saludo muy pobre añade- Hola.

-Hola –responde él- ¿Hoy no ha venido?

-No, ¿tampoco viene contigo? –Y en vista de lo evidente añade- le he llamado hará casi una hora pero no lo ha cogido.

-¿Has llamado? –le pregunta dándose cuenta que no ha oido nada- No lo he oído, se ha dejado el móvil en casa. –aclara.

-Ah, pues qué bien –joder, otra vez, piensa para sí- bueno supongo que ya le veré el lunes.


Dicho esto el chico de los piercings hace un gesto de despedida con la mano izquierda y comienza a andar.

-¡Matías! –Exclama de repente él-  Llama al piso si sabes algo de él antes que yo.
Sin girarse siquiera el chico vuelve a hacer con la mano el mismo saludo y se dirige a la boca del metro.

Mientras él aún mira como Matías desaparece en la entrada al metro, dos manos cálidas se hunden en su pelo revuelto por detrás a la vez que unos labios suaves le besan la mejilla izquierda. Se gira para quedar cara a cara con aquella rubia rastafari y le responde al saludo con un abrazo tal vez más largo e intenso de lo normal. Tal vez ella lo nota y por ello pregunta con el ceño ligeramente fruncido:

-¿Qué ocurre?

El niega con la cabeza mientras susurra:

-Otra vez… mi hermano… otra vez.

miércoles, 30 de marzo de 2011

El intrépido suceso del martes por la mañana



Eran pasadas las 12 de la mañana cuando se despertó. Se giró sobre sí misma y sintió una incómoda humedad resbalando por sus muslos. Aún medio dormida se llevó la mano a la zona interna del muslo derecho, bajo las mantas y bajo el camisón. Acaricio la zona sólo para comprobar al sacar la mano que la yema se sus dedos estaban cubiertas de sangre. Mientras limpia sus dedos en el camisón, empuja las mantas con la otra mano, se levanta de la cama mientras la sangre se desliza en dirección a sus rodillas y llega al baño justo cuando los ríos rojos invaden los gemelos.

Antes de desvestirse ya está dentro de la bañera, y abre el agua caliente mientras aún lleva puesto el camisón de seda. Se desnuda mientras el agua empapa su cuerpo, arrojando las prendas al otro extremo de la bañera. Se enjabona sonriendo, como cada vez que tiene el periodo desde que cumplió los cincuenta, porque es uno de las pocas experiencias que considera innatas a la juventud.

Desnuda, sentada en el borde de la bañera, se coloca el tampax y aún desnuda se seca el pelo, teñido de rubio platino y con negras raíces incipientes a juego con las finas cejas depiladas a conciencia. Recorre la casa cuidando de pasar por cada una de las ventanas con las cortinas abiertas, mostrando su desnudez con orgullo, pues no piensa vestirse hasta llegar al tendedero que hay en la terraza. Sobre el suelo de la terraza hay unas bragas que no reconoce, con estampado de leopardo, pensando que posiblemente pertenecen a la inquilina del  6º y también en lo atrevidas y sexis que son, se las pone.

Baja las escaleras del bloque de pisos repasando mentalmente la lista de la compra, al pasar por el 2º un escalofrío recorre todo su cuerpo, se para y mira hacia la puerta del 2ºC, que en ese instante se mueve como si acabara de cerrarse. Un poco asustada continua bajando, intentando en vano retomar los ingredientes del guiso.

Distraída por lo ocurrido acaba comprando merluza en lugar de cordero y macarrones en vez de arroz. Siente la cabeza aturdida y culpa de ello a la pérdida de sangre y al desayuno suprimido. Apresura el paso con una renovada necesidad de llegar a su piso y en tal estado se tropieza con más de cinco viandantes.

Llega al edificio sin ser consciente apenas de ello, en el mismo estado logra abrirse paso hasta el ascensor del portal, en el que entra y pulsa la tecla con un dorado número 5. Pero sin que las puertas lleguen a cerrarse, un mano alargada y marmolea las detiene, deslizándose a continuación el dueño de dicha mano al interior del ascensor. Dos ojos grises y antiguos como el tiempo la observan desde la esquina opuesta del habitáculo. Más allá del gris ceniciento se extiende una profundidad sin límite que al mirarla la rodea con gélida opresión arrastrándola a través del remolino circundante.

Esas manos duras y heladas superan todo obstáculo textil aprisionando sus senos con una fuerza dolorosamente placentera. Viscosa, húmeda y áspera es la lengua que recorre ahora su clavícula, bajando con espástica lentitud en dirección a su ombligo, mientras los falanges agiles como culebras acarician cada una de sus costillas, presionando cada recoveco de su cuerpo con violencia reprimida y desencadenante de hematomas.

Está desnuda, sobre un colchón que reconoce como suyo, en una semioscuridad fruto de las persianas bajadas, pero no ni recuerda ni le importa cómo ha llegado allí. Su cabeza está invadida por las nieblas del placer fruto de la incoherencia y las habilidades cunnilinguisticas de aquel desconocido sin escrúpulos. Se sacude sin remedio a cada instante, mientras retuerce la colcha de la cama en sus puños, pero dos garras aceradas mantienen sus caderas sujetas firmemente a la superficie, y así continua hasta perder el conocimiento de puro agotamiento entre gemidos y sacudidas.





Son pasadas las 12 de la mañana cuando se despierta. Abre los ojos, desorientada. Se gira hasta quedar de costado y nota entonces como algo húmedo y cálido resbala por sus muslos, en ese momento comienza a recordar fragmentos de lo ocurrido. Alarmada levanta las sábanas y ve para su tranquilidad que lleva puesto el camisón de seda, que sin embargo está manchado a causa del periodo. Aturdida y confusa con el sueño que ha tenido se levanta de la cama en dirección al baño mientras la sangre se desliza por sus piernas.

Sin desvestirse entra en la bañera, y abre el agua caliente mientras se desprende de las prendas que comienzan a empaparse. Arroja la ropa al otro extremo de la bañera, sonriendo mientras se enjabona, feliz de conservar aun vestigios de una juventud que pronto la abandonará definitivamente. Acaba de ducharse, y envuelta en la toalla, recoge apresuradamente el camisón y las bragas de la bañera, para ponerlas en la lavadora con el resto de la colada.

Pero esas bragas de leopardo nunca han sido suyas.






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PD: Esto es lo que ocurre cuando una encuesta queda en empate.






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domingo, 6 de marzo de 2011

Capitulo 7º: Fortaleza, roedores y hurones


El joven Jeaume volvía a tener un enorme moratón en la cara. La niña de rubios cabellos castrados había entrado en un proceso de adaptación al medio que estaba haciendo de ella, cada vez más, un ser completamente asilvestrado. En las últimas semanas no sólo había comenzado a construir un refugio en el bosque, sino que había  desarrollado una puntería endiablada que empleaba para hacer blanco en el desdichado Jeaume cada vez que este asomaba la nariz en las proximidades de su escondrijo.

El enemigo era probablemente el animal más tozudo de cuantos se había encontrado hasta el momento en aquel apacible lugar. No había roedor en el perímetro de su fortaleza, ya fuera ardilla o conejo, que no aprendiese a mantenerse distanciado tras recibir un buen golpe de piedra o tocón en su hueco cráneo, y en caso de que esto no resultase, una patada solía hacer el resto. Sin embargo aquel cadáver andante con ojos de búho hambriento, seguía pese a todo acercándose día tras día hasta aquel sitio que ella había elegido para establecer su escondite de las maravillas. La voracidad depredadora de aquel persecutor no entendía de advertencias, tanto le daba si se rasgaba sus sucios pies en las rocas afiladas o si los huesos de su cabeza se deshacían como hojas secas bajo la presión de las ramas de los arboles al caer. Sin embargo, la niña si sacó en claro algo con todo lo acontecido: las ansias de matarla y engullirla de aquel ser del inframundo eran tan desmesuradas que llevaban a su alma maldita a afrontar cualquier tipo de lesión. Ella debería tomar nuevas medidas para protegerse.

Y aun así, pese a los golpes en  todo el cuerpo y los cortes de sus pies descalzos, el niño seguía acatando su cometido impasiblemente a cambio de la comida y esperanza de vida que allí le ofrecían. El joven Jeaume incluso llegó a olvidarse del dolor físico mientras disfrutaba de las atenciones de la amable Lena, pues era esta la encargada de su bienestar tanto como del de su atacante. Las heridas apenas se resistían a curar una vez que la moza bajo su encanto angelical las limpiaba y frotaba con hierbas, y si eso no era suficiente la gran señora de la cocina siempre le duplicaba la ración de queso para que su cuerpo se recuperase lo antes posible. Su alma se veía endeudada ante la amabilidad nunca antes conocida en ningún infierno visitado durante su corta existencia, por ello cada día, desde el alba hasta que caía de sueño, se esforzaba en proteger a aquella niña que evolucionaba rápidamente al salvajismo más absoluto. En el más reciente de sus empeños, la niña asilvestrada había decidido crear un escondrijo en el bosque. Aquello podría asemejarse rápidamente a un nido de algún ave rapaz, pues en todo el perímetro circundante se amontonaban los cadáveres de los animalillos que inconscientemente osaron acercarse en vida y que debieron perecer bajo la ira de quien allí moraba. No obstante, no era esta insalubridad lo que preocupaba a Jeaume. Lo que realmente atormentaba al niño eran los depredadores que atraídos por las presas se acercaban allí: zorros, hurones o lechuzas habían acudido hasta el momento en busca de la carne muerta, pero no tardarían en aparecer otros de mayor tamaño y peligro, tales como lobos u osos. Por esta razón el joven trataba en cada momento de aparente tranquilidad, aproximarse y recoger aquellos restos de animales con la intención de alejar lo máximo posible el peligro de aquella que le atacaba y a la que debía proteger.

Todos los seres de aquel bosque eran fascinantes. O casi todos. Los sucios y diabólicos roedores no dejaban de aparecer, se acercaban sigilosamente con terribles intenciones a la niña; pretendían roerle los pies y devorar cada uno de sus pobres dedos. Y no era de esperar otra cosa pues eran esbirros de aquel espíritu mezquino que siempre la espiaba. Ella le había visto acariciándolos, acunándolos en sus brazos, él los amaba y les susurraba infestas instrucciones para que invadieran la fortaleza y capturaran a sus habitantes. Pero no todo estaba perdido, pues los seres honrados del bosque estaban del lado de la niña, aquellas ágiles serpientes peludas eran su mayor aliado, la guardia de la fortaleza. Todas combatían a la vez contra los infames roedores y resistían estoicamente esperando mientras, que los aliados de mayor tamaño acudiesen al grito de socorro de Sylviana.

sábado, 15 de enero de 2011

Capitulo 6º: Granja, enemigo y hadas.

Era todo muy sencillo. Vivir de aquel modo era muy sencillo y gratificante. No había carceleros ni torturadores, ni venenos ni prisiones. Era consciente de que aquel infame enemigo la perseguía a veces en sus aventuras, espiándola en la distancia. Pero su tamaño y su cobardía hacían de él un peligro insignificante, nada a lo que, llegado el momento, ella no pudiera hacer frente. Aquello era lo que se conocía por “libertad”.

Allí la joven princesa, que ya nunca jamás debía volver a ser de la realeza, vivía como quería aunque no tanto como debiera. Ni comía, ni dormía como un ser humano precisa, aunque llegados a este punto, cabía la posibilidad de que aquella niña no fuera tan humana como se creía. Sin embargo, por muy segura que fuera aquella enorme granja que se ocultaba en el bosque, nunca dejan de existir peligros para el que por si mismo los busca. Por ello y para protección de la “ya nunca más princesa”, había llegado a la granja el mismo día que la niña un jovencito escuchimizado y huidizo al que uno de los mozos llevó montado en burro desde un orfanato lejano. El niño había sido escogido de entre todos por ser el más retraído, ya que en su tarea como protector de aquella niña era recomendable que no albergase esperanzas de entablar amistad alguna ni dar con una compañera de juegos por el bien de ambos dada la trágica historia de la “ya nunca más princesa”.

Era un lugar hermoso aquel, lleno de asombrosas bestias y plantas de naturaleza fantástica. Cualquier rincón era lo suficientemente acogedor como para quedarse en él durante días, ¡pero había tanto que ver y descubrir!, de ningún modo podía permitirse ella permanecer quieta en ningún sitio, pues constantemente todo mutaba o desaparecía. Además estaba ese endiablado persecutor de ojos grandes como los de un búho bajo el pelo negro y largo como patas de araña. Por más que corría y se escondía, él siempre estaba por allí merodeando y sin pestañear, ya que no podía tras haberse arrancado el mismo los parpados para así vigilar mejor a sus víctimas.

El jovencito, llamado Jeaume, no era el único de entre todos los que en aquella granja servían destinado a velar por el bien de la niña. De las jóvenes que se encargaban del cuidado de la casa la más joven y también la menos necesaria en las tareas del hogar, Lena, tenía encargada la difícil tarea de asegurar que la niña recién llegada no muriese de inanición, ya que esta no respetaba los horarios en los que se servían las comidas y rara vez se la veía por la casa. Ni siquiera dormía en el cuarto que se le había reservado y unas veces se la podía encontrar durmiendo en el granero, otras abrazada a los perros de la casa, e incluso llegaron a tener que sacarla del balde de la colada, con colada incluida, en más de una ocasión en las pocas semanas que llevaba allí. Por ello Lena no tuvo más remedio que investigar los pasos de la joven y aprenderse sus hábitos y costumbres a fin de hacerle llegar sustento para mantenerla con vida.

De entre los seres más fascinantes de aquella casa del bosque, fueron las hadas las que antes manifestaron su existencia. Ella sabía muy bien que estaban allí. Eran las hadas las que como fieles aliadas le suministraban los más ricos manjares en los momentos de necesidad. Sólo tenía que cerrar los ojos y pedir la comida mentalmente, entonces abría los ojos y corría a algunos de los sitios más seguros del lugar, donde las transacciones no corrían riesgo alguno y ¡allí estaba el trozo de queso, la tarta de galletas o las uvas más apetitosas del mundo! Pero las hadas eran a veces crueles también y dejaban duros trozos de pan y limones que de nada servían, salvo como munición contra el enemigo.

domingo, 21 de marzo de 2010

Capitulo 5º: Paja, sentencia y cambios

Miraba curiosa a su alrededor pero sobre todo se giraba para ver empequeñecerse la cárcel que durante años había conocido. Un soplo de viento le acarició la robada cabellera. Se palpó la cabeza y sonrió, era como si le hubiesen liberado de unas cadenas aferradas a ella de un modo más seguro que los candados. El viejo carro traqueteaba, sobre el terreno y ensordecía todo lo que la niña no necesitaba oír.


Esa misma mañana, el Rey en persona acompañó a su heredera a los jardines donde se había convertido en asesina. Los nobles habían renunciado al exhibicionismo en parte por egoísmo vengativo y en parte por compasión a su monarca. Todo estaba dispuesto. Los familiares de las damiselas muertas se acomodaban en improvisados bancos frente al verdugo enmascarado y su afilada compañera. A la princesa le habían peinado los ondulados cabellos y vestida con un sencillo vestido semejante a un camisón, aparentaba la pureza personificada. Una máscara ocultaba su rosto y una fina tela reprimía su vista, aislándola en la oscuridad y el desconocimiento. Pura y ciega como la dama que se disponía a juzgarla.


La niña disfrutaba tumbada sobre las balas de paja, mientras mordisqueaba una manzana y escupía la fruta masticada. A ratos tarareaba canciones sin sentido y suspiraba con la mirada perdida en las tierras de Mirmitonia. El conductor de carromato sudaba en abundancia bajo un tímido sol, con la vista fija en los asnos que avanzaban con paso lento por el remoto camino del reino rumbo desconocido.


Arrodillada en el terreno húmedo, la princesa apoyó la cabeza sobre una irregular pieza de madera. El rey se alejó de ella, con la mirada ida y el rostro pétreo, dio la señal y entonces un chillido mudo rasgo el espacio y aterrizo sobre la madera, mientras la hierba se teñía de rojo una vez más, los presentes asentían y derramaban lagrimas acidas. Rodo por la hierba un segundo, hasta que el enmascarado verdugo, recogió la cabeza y la deposito graciosamente junto al cuerpo. Vinieron a recoger sus restos para rellenar el ataúd que ya esperaba huésped. El comité de verdugos se transformo en marcha fúnebre y finalmente cuando ya se encontraba profundamente bajo tierra desparecieron abandonando al Rey que aprovechó entonces para pedir perdón a la tumba y al extenso cielo.


Ese viejo desagradable la miró por tercera vez durante el largo viaje sin destino, no alcanzaba a descifrar el lenguaje de sus ojos, de su expresión descompuesta. Había tenido tiempo de sobra para acostumbrarse a sí misma. Sin largos cabellos, ni complicados vestidos tan solo unos calzones sin color y una blusa amarillenta que se hinchaba con el aire cada vez que saltaba sobre la carga de paja.


El Rey recorría los pasillos lúgubres del castillo, solo como siempre pero de repente mucho más vacio.

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