lunes, 21 de mayo de 2012

Momentos de Nadie IX; "Llamada"

La taza cae de lado sobre la mesa, esparciendo casi la totalidad de su contenido, que acaba goteando sobre el suelo.

– ¡Joder! –dice buscando a su alrededor algo con lo que parar el progreso del líquido. Acaba cogiendo una camiseta de debajo de la cama que extiende sobre el té caliente invasor de la mesa.

Entonces empieza a sonar música de modo amortiguado desde algún incierto lugar de la habitación y el chico intenta localizar la fuente del sonido, levantando y revolviendo todo lo que le rodea, pero sin éxito en su propósito.

– ¡Matías! –Llama una voz de mujer desde algún lugar fuera de la habitación – ¡Coge de una vez el móvil! Que son las dos de la mañana, ¿es que no sabes ponerlo en silencio o qué?

–Lo estoy buscando, lo estoy buscando –repite el chico más como un mantra invocador que como respuesta a su madre, mientras el teléfono deja de sonar. – ¡Joder!

Recoge la taza de la mesa y la camiseta mojada, con la que de paso seca las gotas caídas al suelo. Sale de la habitación y atraviesa un corto pasillo hasta la cocina. Una de la puerta de las que hay en el pasillo está abierta. Dentro se ve una habitación iluminada por una lámpara de mesa, una mujer de unos cuarenta años que,  sentada en un gran escritorio de madera, garabatea en color rojo sobre una pila de folios. Una vez llega a la cocina deja la taza al lado del fregadero, abre el grifo y termina de empapar la camiseta con agua, la escurre y repite el proceso un par de veces, finalmente sale por las puertas de cristal corredizas que conectan la cocina con la terraza y extiende la camiseta sobre un tendedero de plástico. Vuelve a entrar en la cocina y comprueba la tetera de metal que reposa en los fogones, está vacía. La rellena y pone al fuego, mientras el agua comienza a hervir, registra la nevera en busca de algo que pueda comerse fácilmente, la tetera comienza a lanzar un suave silbido que indica que el agua ya está lo suficientemente caliente. Decantándose finalmente por unas sobras de la cena, cierra la nevera y va a apagar el fuego.

– Cariño… –llama la mujer desde la habitación con tono meloso y pedigüeño – ¿Puedes rellenar también mi taza?

Va hacia la habitación de su madre y recoge la taza vacía que hay sobre el escritorio, vuelve hacia la cocina y la coloca junto a la suya. Pone en sendas tazas las bolsitas de té  y el agua caliente. Las deja reposar durante unos minutos, en los que da buena cuenta de las sobras del risotto de calabaza. Recoge las tazas de té y sale de la cocina apagando hábilmente el interruptor con el codo.

Entra de nuevo en su habitación, dejando la taza sobre la mesa y sentándose en la cama con el portátil sobre las piernas. Súbitamente el móvil olvidado comienza a sonar de nuevo.

–¡Matías!

–Joder, joder, joder – repite desembarazándose del portátil y rebuscando de nuevo por la habitación. Esta vez consigue encontrar el teléfono detrás la puerta, tirado en el suelo bajo unos pantalones usados.

–¿Qué? –exclama contestando bruscamente, sin ni siquiera comprobar el número de la llamada.

–Eh… ¿hola? – saluda una voz indecisa al otro lado.

–Maldito capullo… –dice al reconocer la voz, más calmado, casi aliviado de oírle –¿dónde estás?, ¿estás borracho?, tu hermano me ha preguntado por ti.

–No, no estoy borracho… A mi hermano que le den. 

martes, 6 de marzo de 2012

Capitulo 8º: Sangre, sudor y lágrimas.


Hundió las manos en el denso fango y las sacó rebosantes de aquella viscosa maravilla que la volvería invisible a ojos humanos, se la restregó por la cara y los brazos hasta quedar completamente embadurnada, se arrancó la ropa con la que cada día la amortajaban y cubrió el resto de su cuerpo con esmero. Repasó las zonas donde se había empezado a secar y a continuación rodó por el lecho del bosque de modo que toda las prendas desechadas por las hadas quedasen pegadas a su cuerpo, el calor corporal activaría su magia y haría efecto de modo que ella desaparecería en un manto de invisibilidad, el mismo que tantas veces había visto emplear a los seres del bosque.

Apenas podía distinguirla del follaje de los árboles cuando se encaramaba a estos, o de los montones de hojas cuando prefería arrastrarse por el suelo, pero acabó notando el nauseabundo olor que la acompañaba y eso le demostró que guiándose de su olfato podría localizarla. Estaba especialmente agitada últimamente, aunque el motivo no parecía ser el mismo que impedía conciliar el sueño a Jeaume. No, a ella los aullidos en la noche y los gruñidos de las bestias no parecían incomodarla lo más mínimo, por el contrario, a menudo su risa demencial y aguda se unía a la aterradora melodía nocturna. Al menos cuando reía parecían quedar vestigios de humanidad en ella, por el contrario cuando imitaba a las bestias se convertía en una más de la manada. Una manada cada noche más cercana. Mientras ella gritaba y reía, el joven derramaba lágrimas silenciosas, con los ojos muy abiertos y la mandíbula sellada, con los pulmones oprimidos por el terror.

Llegaban. Podía sentirlos cada vez más cerca, casi notaba ya su cálido aliento. Llevaba días llamándolos en la noche, indicándoles el camino. Pronto se unirían a sus fuerzas, eran todo lo que necesitaba para vencerle. Pese a la magia del bosque no había conseguido despistarle lo suficiente, su voracidad y sus poderes malditos debían ser inconmensurables ya que ni siquiera procuraba pasar desapercibido, incluso osaba mantenerse cada vez más cerca, sobre todo haciendo uso del manto de la oscuridad. Por supuesto también había recurrido a nuevos aliados, ella había sido capaz de capturar a penas un par de ellos; ratas, aún más horrendas que cualesquiera otras, y peor aún, ¡aladas! Estas nuevas criaturas manaban la maldad de su amo, ya que siempre que las aferraba lanzaban arañazos y dentelladas contra ella. La hacían sangrar, y ese parecía ser el rastro que guiaba al niño búho hacia ella.

Ya estaban allí. Oía su respiración ansiosa, olía su aliento sanguinolento, sentía sus pisadas amortiguadas por la hojarasca. Debía detenerla, apresarla si era necesario. No sería fácil, pero debía hacerlo, su vida estaba ligada por necesidad a la de la niña salvaje, ella le había salvado de una muerte prematura en la miseria de la ciudad y él debía salvarla a ella de su locura desquiciada. Trepó un poco más por las ramas, buscando a tientas una lo suficientemente larga como para saltar al árbol contiguo, donde la salvaje dormía o esperaba, en cualquier caso debía ser rápido y silencioso. Dejó de respirar y se balanceo suave pero decididamente, para soltarse después e ir a parar en el árbol vecino con un golpe sordo, acto seguido algo frío y pétreo le derribó del árbol al impactar con su nuca. Calló. Y sintió como si su espalda se deshiciese en mil pedazos al chocar con la tierra. Pero no dolía. Nada dolía, pero podía sentir cómo se le vaciaba el cuerpo a través de alguna brecha en la parte posterior de su cabeza. Palmeo el suelo con las manos para demostrarse que las sentía. Noto huesos, comenzó a moverse, a incorporarse, y vio que había aterrizado sobre algún animal en proceso de descomposición.  Muerte y sangre, un reclamo ideal. Entonces miro hacia arriba, justo en el momento en que la sombra caía sobre él.

¡Lo había atrapado por fin! Era ahora o nunca. Se le aferró con fuerza, intentando mantenerlo inmovilizado el tiempo suficiente para que sus guerreros le ayudasen a acabar con él. Se retorcía, tenía más fuerza que ella, pero poco importaba eso ya. Aulló, una vez, dos veces, tres… Algo le impidió la boca. Lo mordió, era blando y duro, sabía salado y sucio, a miedo, y siguió clavando los dientes hasta que comenzó a saber a vivo. Algo le rozó la pierna, una fuerza nueva y poderosa que los derrumbó a ambos. Gruñía y entonces vio sus ojos. Brillaban, claros, brillaban, como los colmillos, largos. La miraba directamente a los ojos, cómplice, le echó el aliento y entonces hundió el hocico en el hueco entre su hombro y el brazo de su captor. Trató de cerrar las fauces en torno a su cuello, para liberarla del monstruo que la retenía. Funcionó. Su boca quedó libre de nuevo… y la del guardián fue ocupada. Oyó un quejido.

El guardián muere. Un peso cae, bello sobre las hojas, iluminado por un rayo de luna. El color de la vida derramada se eclipsa bajo un torrente que mana de sus ojos, salado. Tiran de ella y se deja arrastrar. Tronco. Ramas. Más y más ramas. Aún lo ve, tendido a mucha distancia de ella: peludo, grande y hermoso. La atan unos brazos temblorosos que apenas siente, pero que por un momento mira; uno de ellos es rojo, el color de la vida, y sostiene en el puño la muerte punzante y afilada. Los brazos comienzan a dejar de temblar. El puño se abre y la muerte cae. Las cadenas vivas hacen fuerza sobre la presa y prácticamente la inmovilizan.

Su guardián ha muerto y ella está completamente atrapada.

domingo, 4 de marzo de 2012

Momentos de Nadie VIII; "El escondite del recuerdo"



Llegó a la estación de tren. No se veía rastros de civilización por ningún lado, tres o cuatro personas se paseaban en ambos andenes. Sus miradas grises, casi carentes de alma, ni siquiera se posaron en él.

Después de unos minutos mirando la carretera más allá de la estación comienza a dirigirse a ella. Las carreteras llevan a sitios. Mientras atraviesa la corta distancia entre las vías y el asfalto, se lleva un cigarrillo a la boca y lo enciende, estrenando un paquete recién comprado y recuperando el mal hábito. Un letrero indica la distancia al pueblo más cercano: 5 KM. Con un último vistazo hacia la olvidada estación, comienza a andar en dirección al pueblo mientras el sol acude a refugiarse lentamente tras las montañas a sus espaldas. Directo a la oscuridad.

El sol huyó al tiempo que las luces de una pequeña población comenzaban a arrojar a la inmensidad oscura su anaranjada luz artificial. El pueblo no debía de estar ya lejos, sin embargo él seguía atravesando una oscuridad cuya densidad casi podría acariciarse y cuyo tacto hubiese sido perfectamente el del terciopelo. Apenas se había cruzado con unos pocos vehículos durante el trayecto, pero ni aunque pasara a su lado el mayor y más ruidoso de los tanques de guerra se habría percatado de ello. Caminaba en perfecta línea recta por el margen de la carretera con la mirada fija en las luces cada vez más próximas, pero sin ningún deseo de llegar a ningún sitio. Los cigarros, encendidos uno tras otro eran lentamente consumidos por el aire que arrastraba olores de sulfatos y cultivos, los sonidos del mecer de las hojas y la vitalidad de los insectos acabaron por imponerse por completo a las guitarras heridas y a una batería agotada. Ya no quedaba nada, salvo mosquitos con ansias de sangre y dosis de realidad en sus trompas.

Se detuvo frente a lo que parecía ser el antro de bienvenida al pueblo, aún bastante alejado de las luces y las primeras viviendas, mientras daba la última calada de un cigarro ya extinto y se rascaba la nuca con desgana. Un lugar tan malo como cualquier otro a estas alturas. Nadie conduciría hasta allí por puro interés, era el clásico local en el que entrar a tomar algo y usar el baño a mitad de un largo viaje por carretera, donde no tienes interés de hacer amigos, donde sabes que todos los demás están allí por el mismo motivo. Sin exigencias, sin requisitos, un lugar de paso.

Aquel híbrido de pub y taberna de pueblo no estaba tan mal. El olor a madera lo inundaba todo sin llegar a primar sobre el aroma de la carne a la plancha y humo del tabaco. La iluminación tenue le permitió refugiarse en la esquina más alejada, junto a la ventana, con una cerveza y un nuevo paquete de cigarrillos. Desde allí podía verlo todo o no ver nada mientras se mantuviese lo suficientemente reclinado en el banco de madera. Como el niño que juega a cerrar los ojos, convencido así de su invisibilidad.

Durante más de dos horas permaneció allí, observando cómo unos llegaban y otros se iban, y  cómo aquellos que habían llegado pasaban a convertirse en los habían de irse. Había bebido dos cervezas más y había visto empezar y acabar una clásica película de Tarantino, sin enterarse en absoluto del argumento, había notado la mirada del camarero hacia su ojo amoratado y fija en su espalda después de pagar y trasladar cada una de las cervezas hasta la mesa, había permanecido allí sentado, casi en la misma posición desde que había llegado y esperaba hacerlo hasta que le fuese posible.

Tres motocicletas aparecieron en el aparcamiento, rugiendo como bestias apresadas, parecían servir de escolta a la furgoneta que llegó tras ellas. Mientras que las motos parecían conocer y recorrer a diario cada uno de los caminos que rodeaban el pueblo, la furgoneta por el contrario tenía el aspecto de haber salido de un concesionario apenas unas horas antes. De color verde botella y con los cristales tintados tenía un extraño aire sofisticado que en absoluto encajaba con él sus acompañantes. Los escoltas dejaron las motos y se quitaron los cascos. Dos de ellos eran chicos, de un parecido asombroso propio de hermanos o primos, sus motocicletas eran de hecho del mismo modelo, diferenciables únicamente por leves franjas de color casi imperceptibles bajo la capa de tierra y barro. La tercera era una chica, con el pelo por los hombros y que a la luz de la farola parecía tener destellos cobrizos. Se abrió una de las puertas laterales de la furgoneta, de la que bajaron otras dos chicas y tres chicos que se reunieron con los demás. Las luces de los faros de apagaron pero la música de la furgoneta continuó sonando lo suficientemente alto como para oírse desde el interior de local, y el conductor de la furgoneta y su copiloto hicieron acto de presencia. Ambos chicos, de unos veinte años, aparentemente mayores que el resto del grupo,  el que conducía se aproximó a una de las chicas de la furgoneta ciñéndola por las caderas al tiempo que la besaba, mientras los demás parecían ponerse de acuerdo para algo.

Miró con relativo interés la reciente escena y aún con algo más de interés los cortísimos pantalones que lucían cada una de las chicas aún cuando el tiempo no resultaba demasiado propicio para ello. El conductor pasaba ahora un brazo por los hombros de la chica motorista  mientras uno de los mellizos hacía acopio de las monedas que los demás le entregan. Los tres se dirigen entonces hacia la entrada del bar, pero solo la chica se percata de la presencia del chico con el aura marchita de la esquina.

–¡Ey! –el conductor de la furgoneta trata de llamar la atención del camarero después de acercarse hasta la barra– Oye, ¿puedes prepararme un par de cubos de hielo?, te devolveré los cubos mañana.

–La última vez sólo regreso uno de ellos –acusa el camarero con la cabeza ladeada y las cejas alzadas en gesto interrogante. El chico se encoge de hombros  y sonríe con gesto burlón.

– ¿De qué te iba a servir un cubo roto?, venga ya, te compraré uno nuevo–apremia– Y del color que tú quieras. –añade irónico.

El camarero niega con la cabeza y de dirige al interior, de donde vuelve con un par de cubos azules que comienza a llenar de hielo de una de las neveras tras la barra. Mientras tanto el mellizo se dirige a la máquina de tabaco y comienza a insertar monedas. Al poco el camarero pasa por encima de la barra los cubos de hielo y recoge el dinero para guardarlo en un bolsillo del delantal. Los tres jóvenes se dirigen hacia la salida cuando la chica les dice algo en voz baja y se aleja en dirección al baño mientras los otros dos regresan al aparcamiento. Al poco la furgoneta y dos de las motocicletas desaparecen tal y como habían llegado.

– ¿Pero qué coño haces aquí?– pregunta la chica sentándose a su lado, y mirando fijamente con el ceño fruncido el moratón en el ojo – ¿Y eso?

Él se encoje de hombros y tuerce la boca en un gesto desesperante.

–Cosas que pasan.

–Cosas que te pasan a ti.

Ella le mira durante unos instantes y después le abraza tan fuerte como puede, respirando profundamente como el que teme olvidar el olor del hogar. Él se repone del aturdimiento de los últimos acontecimientos y le devuelve el abrazo con la misma intensidad mientras las barreras de su mente se desmoronan y apenas resisten lo suficiente para contener el llanto.

– ¿Por qué no te han esperado?– le pregunta él cuando el abrazo a concluido y ambos se dirige hacia la salida.

–Les he dicho que tenía que ir al baño y tal vez a casa porque creía que me había bajado la regla– contesta despreocupadamente – Una chica con la regla es lo último querrías tener cerca, ¿no?, incluso yo las detesto – sonríe – Bueno, dime ¿a qué debo tu grata presencia?

–Necesitaba escapar –contesta mirando ceñudo hacía otro lado.

– ¿De quién?, ¿de tu hermano? – Pregunta con ironía– Pues a buen sitio vienes a escapar, sabes de sobra que vendrá aquí directamente. No eres nada original, aunque te encierres en la casa de tus padres sabrá que estas ahí.

–Ya lo sé, por eso no pensaba quedarme ahí. –dice él,  mirándola.

– ¿Entonces es una visita relámpago? – Inquiere de nuevo– ¿Te vuelves o piensas ir a otro sitio?

Continúa mirándola mientras se rasca la nuca, poco a poco comienza a abrir los ojos y curva las cejas en gesto suplicante.

–Acógeme.

–Oh, bromeas –dice ella mientras pone cara de fastidio y niega lentamente – No, no bromeas, tienes toda la intención de meterme en un buen lio. –le mira fijamente y suelta un largo suspiro– De acuerdo, vayamos a casa.

Ella se coloca el casco y sube a la motocicleta mientras él se sube también, sujetándose lo mejor posible con el objetivo de no caerse durante el movido viaje. Entonces ella se gira y le habla a través del casco.

–Espero que con esto, ya estemos en paz.

Él se limita a sonreír levemente y hacer un gesto afirmativo con la mano.

La motocicleta se pone en marcha, pero no se dirige de vuelta a la carretera, sino que comienza perderse en la oscuridad de la noche por un camino que hay en uno de los laterales del aparcamiento, levantando una gran nube de tierra y polvo a su paso.

LinkWithin

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...