Llegó
a la estación de tren. No se veía rastros de civilización por ningún lado, tres
o cuatro personas se paseaban en ambos andenes. Sus miradas grises, casi
carentes de alma, ni siquiera se posaron en él.
Después
de unos minutos mirando la carretera más allá de la estación comienza a
dirigirse a ella. Las carreteras llevan a
sitios. Mientras atraviesa la corta distancia entre las vías y el asfalto,
se lleva un cigarrillo a la boca y lo enciende, estrenando un paquete recién
comprado y recuperando el mal hábito. Un letrero indica la distancia al pueblo más
cercano: 5 KM. Con un último vistazo hacia la olvidada estación, comienza a
andar en dirección al pueblo mientras el sol acude a refugiarse lentamente tras
las montañas a sus espaldas. Directo a la
oscuridad.
El
sol huyó al tiempo que las luces de una pequeña población comenzaban a arrojar
a la inmensidad oscura su anaranjada luz artificial. El pueblo no debía de
estar ya lejos, sin embargo él seguía atravesando una oscuridad cuya densidad
casi podría acariciarse y cuyo tacto hubiese sido perfectamente el del
terciopelo. Apenas se había cruzado con unos pocos vehículos durante el
trayecto, pero ni aunque pasara a su lado el mayor y más ruidoso de los tanques
de guerra se habría percatado de ello. Caminaba en perfecta línea recta por el
margen de la carretera con la mirada fija en las luces cada vez más próximas,
pero sin ningún deseo de llegar a ningún sitio. Los cigarros, encendidos uno
tras otro eran lentamente consumidos por el aire que arrastraba olores de
sulfatos y cultivos, los sonidos del mecer de las hojas y la vitalidad de los
insectos acabaron por imponerse por completo a las guitarras heridas y a una
batería agotada. Ya no quedaba nada, salvo mosquitos con ansias de sangre y
dosis de realidad en sus trompas.
Se
detuvo frente a lo que parecía ser el antro de bienvenida al pueblo, aún
bastante alejado de las luces y las primeras viviendas, mientras daba la última
calada de un cigarro ya extinto y se rascaba la nuca con desgana. Un lugar tan malo como cualquier otro a
estas alturas. Nadie conduciría hasta allí por puro interés, era el clásico
local en el que entrar a tomar algo y usar el baño a mitad de un largo viaje
por carretera, donde no tienes interés de hacer amigos, donde sabes que todos
los demás están allí por el mismo motivo. Sin exigencias, sin requisitos, un
lugar de paso.
Aquel
híbrido de pub y taberna de pueblo no estaba tan mal. El olor a madera lo inundaba
todo sin llegar a primar sobre el aroma de la carne a la plancha y humo del
tabaco. La iluminación tenue le permitió refugiarse en la esquina más alejada,
junto a la ventana, con una cerveza y un nuevo paquete de cigarrillos. Desde
allí podía verlo todo o no ver nada mientras se mantuviese lo suficientemente
reclinado en el banco de madera. Como el
niño que juega a cerrar los ojos, convencido así de su invisibilidad.
Durante
más de dos horas permaneció allí, observando cómo unos llegaban y otros se
iban, y cómo aquellos que habían llegado
pasaban a convertirse en los habían de irse. Había bebido dos cervezas más y
había visto empezar y acabar una clásica película de Tarantino, sin enterarse
en absoluto del argumento, había notado la mirada del camarero hacia su ojo
amoratado y fija en su espalda después de pagar y trasladar cada una de las
cervezas hasta la mesa, había permanecido allí sentado, casi en la misma
posición desde que había llegado y esperaba hacerlo hasta que le fuese posible.
Tres
motocicletas aparecieron en el aparcamiento, rugiendo como bestias apresadas, parecían
servir de escolta a la furgoneta que llegó tras ellas. Mientras que las motos
parecían conocer y recorrer a diario cada uno de los caminos que rodeaban el
pueblo, la furgoneta por el contrario tenía el aspecto de haber salido de un
concesionario apenas unas horas antes. De color verde botella y con los
cristales tintados tenía un extraño aire sofisticado que en absoluto encajaba
con él sus acompañantes. Los escoltas dejaron las motos y se quitaron los
cascos. Dos de ellos eran chicos, de un parecido asombroso propio de hermanos o
primos, sus motocicletas eran de hecho del mismo modelo, diferenciables
únicamente por leves franjas de color casi imperceptibles bajo la capa de
tierra y barro. La tercera era una chica, con el pelo por los hombros y que a
la luz de la farola parecía tener destellos cobrizos. Se abrió una de las
puertas laterales de la furgoneta, de la que bajaron otras dos chicas y tres
chicos que se reunieron con los demás. Las luces de los faros de apagaron pero
la música de la furgoneta continuó sonando lo suficientemente alto como para
oírse desde el interior de local, y el conductor de la furgoneta y su copiloto
hicieron acto de presencia. Ambos chicos, de unos veinte años, aparentemente
mayores que el resto del grupo, el que
conducía se aproximó a una de las chicas de la furgoneta ciñéndola por las
caderas al tiempo que la besaba, mientras los demás parecían ponerse de acuerdo
para algo.
Miró
con relativo interés la reciente escena y aún con algo más de interés los
cortísimos pantalones que lucían cada una de las chicas aún cuando el tiempo no
resultaba demasiado propicio para ello. El conductor pasaba ahora un brazo por
los hombros de la chica motorista
mientras uno de los mellizos hacía acopio de las monedas que los demás
le entregan. Los tres se dirigen entonces hacia la entrada del bar, pero solo
la chica se percata de la presencia del chico con el aura marchita de la
esquina.
–¡Ey!
–el conductor de la furgoneta trata de llamar la atención del camarero después
de acercarse hasta la barra– Oye, ¿puedes prepararme un par de cubos de hielo?,
te devolveré los cubos mañana.
–La
última vez sólo regreso uno de ellos –acusa el camarero con la cabeza ladeada y
las cejas alzadas en gesto interrogante. El chico se encoge de hombros y sonríe con gesto burlón.
– ¿De
qué te iba a servir un cubo roto?, venga ya, te compraré uno nuevo–apremia– Y
del color que tú quieras. –añade irónico.
El
camarero niega con la cabeza y de dirige al interior, de donde vuelve con un
par de cubos azules que comienza a llenar de hielo de una de las neveras tras
la barra. Mientras tanto el mellizo se dirige a la máquina de tabaco y comienza
a insertar monedas. Al poco el camarero pasa por encima de la barra los cubos
de hielo y recoge el dinero para guardarlo en un bolsillo del delantal. Los
tres jóvenes se dirigen hacia la salida cuando la chica les dice algo en voz
baja y se aleja en dirección al baño mientras los otros dos regresan al
aparcamiento. Al poco la furgoneta y dos de las motocicletas desaparecen tal y
como habían llegado.
–
¿Pero qué coño haces aquí?– pregunta la chica sentándose a su lado, y mirando
fijamente con el ceño fruncido el moratón en el ojo – ¿Y eso?
Él se encoje de hombros y tuerce la boca
en un gesto desesperante.
–Cosas
que pasan.
–Cosas
que te pasan a ti.
Ella le mira durante unos instantes y
después le abraza tan fuerte como puede, respirando profundamente como el que
teme olvidar el olor del hogar. Él se
repone del aturdimiento de los últimos acontecimientos y le devuelve el abrazo
con la misma intensidad mientras las barreras de su mente se desmoronan y
apenas resisten lo suficiente para contener el llanto.
–
¿Por qué no te han esperado?– le pregunta él
cuando el abrazo a concluido y ambos se dirige hacia la salida.
–Les
he dicho que tenía que ir al baño y tal vez a casa porque creía que me había
bajado la regla– contesta despreocupadamente – Una chica con la regla es lo
último querrías tener cerca, ¿no?, incluso yo las detesto – sonríe – Bueno,
dime ¿a qué debo tu grata presencia?
–Necesitaba
escapar –contesta mirando ceñudo hacía otro lado.
– ¿De
quién?, ¿de tu hermano? – Pregunta con ironía– Pues a buen sitio vienes a
escapar, sabes de sobra que vendrá aquí directamente. No eres nada original,
aunque te encierres en la casa de tus padres sabrá que estas ahí.
–Ya lo
sé, por eso no pensaba quedarme ahí. –dice él,
mirándola.
–
¿Entonces es una visita relámpago? – Inquiere de nuevo– ¿Te vuelves o piensas
ir a otro sitio?
Continúa
mirándola mientras se rasca la nuca,
poco a poco comienza a abrir los ojos y curva las cejas en gesto suplicante.
–Acógeme.
–Oh,
bromeas –dice ella mientras pone cara
de fastidio y niega lentamente – No, no bromeas, tienes toda la intención de
meterme en un buen lio. –le mira fijamente y suelta un largo suspiro– De
acuerdo, vayamos a casa.
Ella se coloca el casco y sube a la
motocicleta mientras él se sube
también, sujetándose lo mejor posible con el objetivo de no caerse durante el
movido viaje. Entonces ella se gira y
le habla a través del casco.
–Espero
que con esto, ya estemos en paz.
Él se limita a sonreír levemente y hacer
un gesto afirmativo con la mano.
La
motocicleta se pone en marcha, pero no se dirige de vuelta a la carretera, sino
que comienza perderse en la oscuridad de la noche por un camino que hay en uno
de los laterales del aparcamiento, levantando una gran nube de tierra y polvo a
su paso.
La reiteración y redundancia pública de un hecho legítimamente manifiesto encubre de manera solapada una negación intrinseca a la afirmación aparente.
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