Después de huir de aquel apartamento con la única finalidad de no destrozarle el rostro a quien tanto se parecía a él. Deambuló por la calles de la ciudad durante varias horas, hasta que el Sol finalmente se ocultó, como acobardado por lo acontecido.
Volvió con desgana a casa y no le sorprendió lo más mínimo hallarla vacía, porque en el fondo se parecían más de lo que físicamente era visible y aún así no podía comprenderlo, aunque tampoco a sí mismo llegaba a comprenderse del todo muchas veces. En un acto masoquista pero necesario entró de nuevo en el tercer dormitorio del piso, que había sido habilitado como taller de trabajo, y una vez más lagrimas de rabia e impotencia asomaron al ver el trabajo de más de un año parcialmente destruido. Probablemente no habían sido dañados hasta quedar irrecuperables y no obstante gran parte de aquellos originales no tenían arreglo. Sin embargo resultaba extremadamente curioso, y así le pareció al autor de los mismos, que todas las láminas y originales que comprendían el primer tomo de lo que pretendía ser una saga de comics, estuvieran intactas. Este hecho reforzaba la creencia de que aquello había sido deliberado, y de que enmascaraba a fin de cuentas una llamada de auxilio por parte de su hermano pequeño que él, en fallo a su tolerancia, no había sabido ver antes. Y eso era todo lo que podía llegar a comprender, y seguía siendo insuficiente.
Mientras intenta poner algo de orden al caos existente en el taller no puede dejar de repetirse en su cabeza el mismo pensamiento una y otra vez; “Tres meses no son suficientes para nadie. Ni para ti ni tampoco para mí”. Pero al final, cuando es aceptado el desastre, el enfado y la decepción dan paso a la preocupación, porque seis horas parecen demasiadas para pasear y recapacitar.
Mirando la hora en ese despertador que nunca usa y solo conserva por cariño decide llamar a su hermano para saber dónde está y pedirle que regrese de una vez. Pero tras marcar el número de teléfono en el endiablado móvil táctil y esperar respuesta, empieza a oír una estridente música que procede de la habitación contigua a la suya. Decide entrar en la habitación solo para comprobar que consciente o inconscientemente, su hermano no lleva móvil encima. Entonces recuerda que es viernes, y que por tanto hay un lugar al que muy posiblemente se vaya a dirigir en breve. De nuevo, móvil táctil en mano, marca un nuevo número, el número de ella.
Nadie responde al otro lado de la línea. Mira de nuevo la hora, y maldice a su ineficaz móvil. No hay nada que pueda hacer hasta la una de la madrugada y para entonces quedan aun más de hora y media. De modo que decide ducharse y despejar un poco su cabeza antes de caer de nuevo en un torbellino de emociones confrontadas, tras esto, y en vista de que las llamadas caen en saco roto recientemente, considera que lo más propio es hablarle en persona. Mientras el agua de la ducha cae estrepitosamente, dos puertas mas allá, en la habitación del hermano pequeño resuena de nuevo una canción ruidosa sin que nadie la oiga ni responda.
Con apenas media hora de margen, cierra la puerta del portal y se dirige a la boca de metro más cercana acomodándose los auriculares a los oídos y seleccionando canciones al azar en el reproductor de música del dichoso móvil táctil. Tras varios intentos y ya que ni sus canciones favoritas logran satisfacer sus necesidades musicales actuales, tira del cable lo suficientemente fuerte para arrancarse los auriculares, pero no para dañarlos, resignándose así a la sumersión en conversaciones ajenas.
Al salir de nuevo a la superficie nocturna de la ciudad, se dirige a aquel edificio que tanto visita los viernes, distinguiendo ya desde la distancia la moto que aguarda atada a la farola. Tan pronto llega a la entrada del edificio sale por la misma un joven delgaducho vestido parcialmente de negro con la cara salpicada de metal y con un gesto malhumorado. Para su pesar descubre que sale sólo, e instintivamente resopla, el recién salido de repente percatándose de su presencia lo mira y se dirige hacia él.
-¡Eh! –suelta el recién aparecido y acto seguido considerándolo un saludo muy pobre añade- Hola.
-Hola –responde él- ¿Hoy no ha venido?
-No, ¿tampoco viene contigo? –Y en vista de lo evidente añade- le he llamado hará casi una hora pero no lo ha cogido.
-¿Has llamado? –le pregunta dándose cuenta que no ha oido nada- No lo he oído, se ha dejado el móvil en casa. –aclara.
-Ah, pues qué bien –joder, otra vez, piensa para sí- bueno supongo que ya le veré el lunes.
Dicho esto el chico de los piercings hace un gesto de despedida con la mano izquierda y comienza a andar.
-¡Matías! –Exclama de repente él- Llama al piso si sabes algo de él antes que yo.
Sin girarse siquiera el chico vuelve a hacer con la mano el mismo saludo y se dirige a la boca del metro.
Mientras él aún mira como Matías desaparece en la entrada al metro, dos manos cálidas se hunden en su pelo revuelto por detrás a la vez que unos labios suaves le besan la mejilla izquierda. Se gira para quedar cara a cara con aquella rubia rastafari y le responde al saludo con un abrazo tal vez más largo e intenso de lo normal. Tal vez ella lo nota y por ello pregunta con el ceño ligeramente fruncido:
-¿Qué ocurre?
El niega con la cabeza mientras susurra:
-Otra vez… mi hermano… otra vez.
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