Echa la cabeza hacia atrás a la vez que expulsa el humo de un cigarrillo que se consume con prisa acelerada entre sus dedos manchados de tinta. Cierra los ojos y se sumerge en la melodía que perfora sus oídos y resuena en su cabeza, un equilibrio perfecto de teclados y guitarras chillonas con las cuerdas agudas de una voz histérica. Su musa se llama Soledad y no tanto para su desgracia como para la de los demás, jamás le abandona. Abre los ojos a tiempo para dar la última calada a una colilla inminente, agachando la cabeza un mechón de pelo le tapa la cara lo suficiente como para ocultar su rostro de la multitud ajetreada, pero no como para dejarle sin visibilidad. Van de aquí para allá y vuelven, unos sudan bajo la copiosa lluvia, otros intentan cubrirse de ella con maletines o abrigos y unos pocos andan erguidos con la cabeza alta y el paraguas fuertemente sujeto. Con el ceño fruncido se despide de su amante Nicotina y entra en el vestíbulo que hay a sus espaldas. La mirada ácida de una recepcionista que perdió la sonrisa siglos atrás le invita a frotar las suelas de sus zapatillas en un largo felpudo que miente “WELCOME” en una desalmada tipografía arial. Al pasar por su lado en dirección al ascensor le dedica a la mujer tras el mostrador ese gesto a medio paso entre sonrisa y mueca burlona que tantas enemistades le ha conseguido, no hay nada que hacer, acabaría sumando una más, tarde o temprano. Espera a que el maldito ascensor decida bajar mientras observa sin aparente interés y completamente obsesionado una mancha oscura y grisácea en la baldosa marmolea sobre la que pisa con su pie derecho. Probablemente sea fruto de algún tipo de rueda de goma, como las del carrito de la señora de la limpieza. Mirándola fijamente ve como la cabeza de un lobo abre sus fauces con furia, para no enfadarlo aún más retira el pie de la baldosa, esperando que no invadir su territorio sea más que suficiente para calmar a la mancha. El ascensor inusualmente vacío se abre, y entra en él apretando el botón de la 3º planta sin girarse a ver como el lobo le enseña los dientes por haber osado a plantarle una suela húmeda en su fea cabeza gris. Cierra de nuevo los ojos e intenta disfrutar del solo de guitarra que invade en esos momentos su cerebro, el ascensor está tardando algo más de lo común en ponerse en movimiento, y entonces una mano fría se posa sobre su hombro derecho. Rápidamente se gira mientras con la mano izquierda se arranca los auriculares y con el hombro invadido ejerce la fuerza suficiente para sacudirse la mano intrusa y a la vez no parecer maleducado. Y se encuentra frente a frente con un rostro sonriente y sorprendido enmarcado bajo una mata de pelo castaño recién salido de la ducha.
viernes, 26 de marzo de 2010
domingo, 21 de marzo de 2010
Capitulo 5º: Paja, sentencia y cambios
Miraba curiosa a su alrededor pero sobre todo se giraba para ver empequeñecerse la cárcel que durante años había conocido. Un soplo de viento le acarició la robada cabellera. Se palpó la cabeza y sonrió, era como si le hubiesen liberado de unas cadenas aferradas a ella de un modo más seguro que los candados. El viejo carro traqueteaba, sobre el terreno y ensordecía todo lo que la niña no necesitaba oír.
Esa misma mañana, el Rey en persona acompañó a su heredera a los jardines donde se había convertido en asesina. Los nobles habían renunciado al exhibicionismo en parte por egoísmo vengativo y en parte por compasión a su monarca. Todo estaba dispuesto. Los familiares de las damiselas muertas se acomodaban en improvisados bancos frente al verdugo enmascarado y su afilada compañera. A la princesa le habían peinado los ondulados cabellos y vestida con un sencillo vestido semejante a un camisón, aparentaba la pureza personificada. Una máscara ocultaba su rosto y una fina tela reprimía su vista, aislándola en la oscuridad y el desconocimiento. Pura y ciega como la dama que se disponía a juzgarla.
La niña disfrutaba tumbada sobre las balas de paja, mientras mordisqueaba una manzana y escupía la fruta masticada. A ratos tarareaba canciones sin sentido y suspiraba con la mirada perdida en las tierras de Mirmitonia. El conductor de carromato sudaba en abundancia bajo un tímido sol, con la vista fija en los asnos que avanzaban con paso lento por el remoto camino del reino rumbo desconocido.
Arrodillada en el terreno húmedo, la princesa apoyó la cabeza sobre una irregular pieza de madera. El rey se alejó de ella, con la mirada ida y el rostro pétreo, dio la señal y entonces un chillido mudo rasgo el espacio y aterrizo sobre la madera, mientras la hierba se teñía de rojo una vez más, los presentes asentían y derramaban lagrimas acidas. Rodo por la hierba un segundo, hasta que el enmascarado verdugo, recogió la cabeza y la deposito graciosamente junto al cuerpo. Vinieron a recoger sus restos para rellenar el ataúd que ya esperaba huésped. El comité de verdugos se transformo en marcha fúnebre y finalmente cuando ya se encontraba profundamente bajo tierra desparecieron abandonando al Rey que aprovechó entonces para pedir perdón a la tumba y al extenso cielo.
Ese viejo desagradable la miró por tercera vez durante el largo viaje sin destino, no alcanzaba a descifrar el lenguaje de sus ojos, de su expresión descompuesta. Había tenido tiempo de sobra para acostumbrarse a sí misma. Sin largos cabellos, ni complicados vestidos tan solo unos calzones sin color y una blusa amarillenta que se hinchaba con el aire cada vez que saltaba sobre la carga de paja.
El Rey recorría los pasillos lúgubres del castillo, solo como siempre pero de repente mucho más vacio.
lunes, 15 de marzo de 2010
Masturbación mental
Tú eres tu peor enemigo.
Nadie te va a contar más verdades que tú mismo. Sabes todos tus defectos y desmereces todas tus virtudes. Nadie puede hundirte en la más sucia miseria, como sólo tú lo sabes hacer, porque no sabes nada realmente, porque no sabes apreciar nada, porque eres tan egoísta que nadie descubre tus defectos hasta que tú mismo te los dices. Y entonces flotan como colillas en el agua, con su mismo efecto venenoso. Aún así te lo bebes, porque si hay algo que te humille más que reconocer tus propios defectos, es que otro los descubra.
Nadie te ama como tú lo haces.
Porque tú eres perfecto, porque tienes ego de sobra para mirarte al espejo, para enamorarte de tu reflejo una y otra vez cada mañana. Y tienes el amor propio necesario para creerte el “más” de cada aspecto y cuando te hacen cumplidos estallas en tu propio orgullo hinchado con más levadura de la indicada. No necesitas abuela, no necesitas a nadie porque eres un egoísta hedonista, que es capaz de llegar al punto de intentar convencer a los demás con verdades falsas sobre tu persona. Pero te mienten, todo el mundo te miente, sabes que todo el mundo te miente, pero no lo aceptas porque eso atentaría contra tu ego.
¿Eres feliz así?
No, no lo eres pero te encanta creer que sí, te encanta creer que todo te va tan bien que incluso te permites el lujo de intentar arreglar las miserables vidas de los desgraciados que ves a tu alrededor y no eres consciente, ni por un instante de que no quieren ni verte, porque eres un puto ser repelente y prepotente. Porque te amas tanto a tí mismo que rezumas esa pegajosa y maloliente autosuficiencia irreal, solo quieres ayudarles para alimentar a tu ego “solidario” y sentirte bien, para ser a quien todos acuden con problemas, para creerte imprescindible. Nadie te necesita, las personas deben arreglar sus problemas por sí mismas. Y tú deberías echar un ojo a tu vida antes de ir a decirle a nadie lo que debe hacer.
Algo maligno crece en tu interior.
Te levantas feliz de la cama, realizado contigo mismo, porque tu mierda de vida se cae a pedazos, pero has sido lo suficientemente hábil para encubrirlo todo con una bonita tela. Y vas acumulando mierda ahí debajo, hasta que ya no puedes aguantar más y buscas ayuda para sacar la basura, pero nadie te va a dar soluciones, porque son listos y saben que con ocuparse de sí mismos tienen trabajo de sobra. Así que simplemente ignoras todos tus problemas, alimenta tu ego y sigues intentando escalar una montaña resbaladiza de mentiras autoconvincentes. Y sigues viniendo a intentar convencerme de que tienes el remedio a una enfermedad inexistente.
viernes, 12 de marzo de 2010
Capitulo 4º: Libertad, felicidad y destino.
Los monarcas y burgueses parientes de las niñas masacradas pidieron a gritos venganza por su muerta descendencia. El deseo de ver correr la sangre de la princesa por la cuchilla de la guillotina podía verse reflejado en los ojos enrojecidos de Duques, Condes y Lores. Por todas partes resonaban los tambores de una guerra dramática. Ya nada podía asegurar la pervivencia de la princesa pues su locura la había convertido en la más joven y sanguinaria asesina de todo el reino.
Sentía algo nuevo y puro en su interior. La habían arrancado de su victoria sin apenas darle tiempo a disfrutarla, pero no le importó en absoluto, pues todo a su alrededor parecía haber cambiado, sus carceleros rezumaban respeto y aquel torturador que por pretexto tenía el haberle dado vida, parecía cansado de infligirle daño. La princesa podía disfrutar ahora de sus dos libertades, ya nadie parecía estar interesado en ella tal y como ella nunca había estado interesada en nadie.
El Rey meditaba angustiado el destino de la princesa, debatiéndose entre la muerte de una hija que jamás le había querido y el alivio de unos padres que habían perdido a sus queridas hijas. El porvenir del reino no importaba ya en absoluto, pues nada que podía haber de bueno en el porvenir de una futura monarca demente y asesina, no obstante algo en el corazón del Rey quería mantener con vida a toda costa a su descendencia que pese a todo le era querida.
Y ahora que nadie se empeñaba en recluirla, podía correr libre por los jardines visitando una y otra vez el magnífico escenario de su libertad. Ojalá siguiese tal y como entonces haciéndole más fácil recrear una y otra vez lo allí acontecido… Aún así ella saltaba de un lado a otro gesticulando y rodando por la hierba, gritando y riendo a carcajadas para acabar siempre sus representaciones hundiendo las manos con fuerza en la tierra húmeda, del mismo modo que las había hundido en el torso desgarrado de uno de aquellos monstruos. Y esa sensación de plena superación la invadía de nuevo de un modo adictivo.
Nadie tenía ahora ordenes de vigilar a la pequeña, que completamente abandonada corría y se escondía por los jardines, desaseada y desnutrida. Iba de aquí para allá procurando no ser vista, desaparecía durante largas horas y reaparecía fatigada y amoratada. Algunas criadas aunque temerosas, cuidaban en dejar caer jugosas frutas al alcance de la princesa, mientras la observaban con lastima deseando que siendo consciente de su precaria situación huyese del palacio y así tuviese al menos una opción de sobrevivir, pues poco tiempo le quedaba para disfrutar de la felicidad regalada a un condenado a muerte.
La que siempre había sido su prisión cambiaba progresivamente de forma, por fin tenía el trato que como princesa jamás había conocido, definitivamente se había superado.
Pero jamás tal felicidad fue eterna.
Una tarde dos temibles y rudos guardias le dieron caza cual cervatillo, la agarraron sin miramientos y llevaron a rastras hacia el interior de unos muros que recuperaban su fría naturaleza. Fue postrada ante el Satanás hecho persona en forma de tirano dorado y la abandonaron allí, sellando las posibles salidas, a solas con el mal.
Sentía algo nuevo y puro en su interior. La habían arrancado de su victoria sin apenas darle tiempo a disfrutarla, pero no le importó en absoluto, pues todo a su alrededor parecía haber cambiado, sus carceleros rezumaban respeto y aquel torturador que por pretexto tenía el haberle dado vida, parecía cansado de infligirle daño. La princesa podía disfrutar ahora de sus dos libertades, ya nadie parecía estar interesado en ella tal y como ella nunca había estado interesada en nadie.
El Rey meditaba angustiado el destino de la princesa, debatiéndose entre la muerte de una hija que jamás le había querido y el alivio de unos padres que habían perdido a sus queridas hijas. El porvenir del reino no importaba ya en absoluto, pues nada que podía haber de bueno en el porvenir de una futura monarca demente y asesina, no obstante algo en el corazón del Rey quería mantener con vida a toda costa a su descendencia que pese a todo le era querida.
Y ahora que nadie se empeñaba en recluirla, podía correr libre por los jardines visitando una y otra vez el magnífico escenario de su libertad. Ojalá siguiese tal y como entonces haciéndole más fácil recrear una y otra vez lo allí acontecido… Aún así ella saltaba de un lado a otro gesticulando y rodando por la hierba, gritando y riendo a carcajadas para acabar siempre sus representaciones hundiendo las manos con fuerza en la tierra húmeda, del mismo modo que las había hundido en el torso desgarrado de uno de aquellos monstruos. Y esa sensación de plena superación la invadía de nuevo de un modo adictivo.
Nadie tenía ahora ordenes de vigilar a la pequeña, que completamente abandonada corría y se escondía por los jardines, desaseada y desnutrida. Iba de aquí para allá procurando no ser vista, desaparecía durante largas horas y reaparecía fatigada y amoratada. Algunas criadas aunque temerosas, cuidaban en dejar caer jugosas frutas al alcance de la princesa, mientras la observaban con lastima deseando que siendo consciente de su precaria situación huyese del palacio y así tuviese al menos una opción de sobrevivir, pues poco tiempo le quedaba para disfrutar de la felicidad regalada a un condenado a muerte.
La que siempre había sido su prisión cambiaba progresivamente de forma, por fin tenía el trato que como princesa jamás había conocido, definitivamente se había superado.
Pero jamás tal felicidad fue eterna.
Una tarde dos temibles y rudos guardias le dieron caza cual cervatillo, la agarraron sin miramientos y llevaron a rastras hacia el interior de unos muros que recuperaban su fría naturaleza. Fue postrada ante el Satanás hecho persona en forma de tirano dorado y la abandonaron allí, sellando las posibles salidas, a solas con el mal.
Etiquetas:
destino,
felicidad,
la princesa bulímica,
libertad
sábado, 6 de marzo de 2010
Capítulo 3º: Demonios, locura y muerte.
Tal y como debía ser, la princesa se reunía cada tres tardes con otras jovencitas de su posición, aquellas que debieran ser sus mejores amigas y confidentes, niñas de la mejor clase y educación, sin duda la compañía más idílica que la joven heredera podía tener para su desarrollo. Cada vez se reunían en distintos lugares, todos ellos exquisitos por descontado; jardines frondosos, salas de música, grandes salones, soleadas terrazas… Ubicaciones de los distintos palacios de residencia de la infantil nobleza.
Sin excepción, contando de tres en tres, la abandonaban con pequeños demonios desalmados de caras sobrealimentadas y ojos enfermizos dispuestos a entretenerse a su costa. Planeaban estos encuentros con esmero, siempre en lugares aislados sin posibilidad de huida. De este modo, el día que no sufría a merced de los demonios infantes, sufría en soledad ante el terror de la siguiente terapia.
Estaba previsto que estas reuniones las pequeñas compartiesen gustos y aficiones, y en definitivas la diversión de la que, por sus circunstancias reales, a diario no disfrutaban. Pero ni siquiera así la princesa parecía feliz y siempre alteraba a las otras niñas con sus extraños actos y macabros juegos. Gritaba enloquecida, y destrozaba los vestidos de las demás, mordía a conciencia y arañaba sin contemplaciones. Ya eran pocas las que se atrevían a hacerle compañía, tarde o temprano debido a su carácter se quedaría completamente sola.
Sus torturadoras la llevaban como si se tratase de un gladiador acabado para lanzarla a las bestias, allí la soltaban durante largas horas. ¡Qué extraños juegos disfrutaban las malditas! La estiraban hasta que se le desencajaban las extremidades, arrancaban a jirones su precaria cabellera y empleaban todo tipo de afilados objetos para rasgar su débil piel y entonces la sangre casi aguada la abandonaba… De algún modo esa sensación comenzaba a antojársele dulce.
La sacaron malherida de la última reunión y ensangrentada, mientras las miradas de horror de cuatro jóvenes llorosas seguían la trayectoria del delicado y moribundo cuerpo de la princesa enloquecida. Así acaban prácticamente todos los encuentros, en tragedia. No obstante solo existía un modo de hacer que la pequeña heredera se acostumbrase; repetirlos una y otra vez, convertirlos en rutina, en costumbre, algo normal y sano.
¿Nada iba detener tal abuso?, ¿sería obligada a enfrentar los demonios una y otra vez hasta la muerte? Pues lucharía, no le quedaba otra opción, no le habían dado otra opción, tendría que encontrar la manera de fortalecerse y crecer, y enfrentar tales monstruos.
Aquella tarde era el momento. Los demonios perecerían, porque o perecían ellos o sus torturas no serian suficientes, tendrían que ir más allá y llegar al final, tendrían que acabar con ella.
Nadie sabe qué fuerza demoniaca había poseído a la princesa, pero aquella última tarde el infierno se encontraba en los jardines de palacio. La verde hierba se tiño de rojo y sobre los cuerpos inertes de las otras niñas, la princesa sentada pulcramente miraba maravillada sus manos ensangrentadas.
Sin excepción, contando de tres en tres, la abandonaban con pequeños demonios desalmados de caras sobrealimentadas y ojos enfermizos dispuestos a entretenerse a su costa. Planeaban estos encuentros con esmero, siempre en lugares aislados sin posibilidad de huida. De este modo, el día que no sufría a merced de los demonios infantes, sufría en soledad ante el terror de la siguiente terapia.
Estaba previsto que estas reuniones las pequeñas compartiesen gustos y aficiones, y en definitivas la diversión de la que, por sus circunstancias reales, a diario no disfrutaban. Pero ni siquiera así la princesa parecía feliz y siempre alteraba a las otras niñas con sus extraños actos y macabros juegos. Gritaba enloquecida, y destrozaba los vestidos de las demás, mordía a conciencia y arañaba sin contemplaciones. Ya eran pocas las que se atrevían a hacerle compañía, tarde o temprano debido a su carácter se quedaría completamente sola.
Sus torturadoras la llevaban como si se tratase de un gladiador acabado para lanzarla a las bestias, allí la soltaban durante largas horas. ¡Qué extraños juegos disfrutaban las malditas! La estiraban hasta que se le desencajaban las extremidades, arrancaban a jirones su precaria cabellera y empleaban todo tipo de afilados objetos para rasgar su débil piel y entonces la sangre casi aguada la abandonaba… De algún modo esa sensación comenzaba a antojársele dulce.
La sacaron malherida de la última reunión y ensangrentada, mientras las miradas de horror de cuatro jóvenes llorosas seguían la trayectoria del delicado y moribundo cuerpo de la princesa enloquecida. Así acaban prácticamente todos los encuentros, en tragedia. No obstante solo existía un modo de hacer que la pequeña heredera se acostumbrase; repetirlos una y otra vez, convertirlos en rutina, en costumbre, algo normal y sano.
¿Nada iba detener tal abuso?, ¿sería obligada a enfrentar los demonios una y otra vez hasta la muerte? Pues lucharía, no le quedaba otra opción, no le habían dado otra opción, tendría que encontrar la manera de fortalecerse y crecer, y enfrentar tales monstruos.
Aquella tarde era el momento. Los demonios perecerían, porque o perecían ellos o sus torturas no serian suficientes, tendrían que ir más allá y llegar al final, tendrían que acabar con ella.
Nadie sabe qué fuerza demoniaca había poseído a la princesa, pero aquella última tarde el infierno se encontraba en los jardines de palacio. La verde hierba se tiño de rojo y sobre los cuerpos inertes de las otras niñas, la princesa sentada pulcramente miraba maravillada sus manos ensangrentadas.
martes, 2 de marzo de 2010
PSICOPÁTA DE LAS PALABRAS
Vivo controlando esos sentimientos aterradores, aparentando frente al mundo, cada día, cada instante… Pero no hay manera de prever en qué momento saltarán a la superficie, arrebatadores e impetuosos como siempre, dispuestos a devorar cada centímetro de mi cordura. Avanzan, lentos al principio para luego cabalgar velozmente hacia una desembocadura en el Abismo.
Caminan a sus anchas por los márgenes de la realidad, mientras mis sentidos se fusionan con los gritos de la soledad las palabras escapan de mi cerebro fluyendo hacia la tórrida punta de mi músculo principal, el miembro indispensable, poseedor del gusto y la avidez; mi afilada lengua recibe con placer el sabor de unas palabras que luchan pese a todo, contra todo, por salir y escapar, por volar libres e ilícitas. En el último segundo una fuerza desconocida las apresa evitando que tan puros sentimientos se materialicen en el sonido impúdico de una voz que nunca los ha merecido, pues no están concebidos para perderse en la efímera sonora de la palabras dichas, ni en este tiempo ni en los venideros.
Como flemas vomitadas vuelven cargadas de hiel a mi cerebro, contaminando todo lo que tocan, cada pensamiento con el que se cruzan, idea atormentada se vuelve ponzoña. Y saben amargas, acidas… Tan acidas que no pueden sino provocar arcadas, de modo que un nuevo torrente comienza a deslizarse, pero redirigido en este caso hacia una la verdadera vía de escape. Se encaminan los conceptos y revelaciones malignas hacia las ardientes bifurcaciones de mis manos, siento como me queman las yemas de los dedos y busco a tientas el medio de liberarlas, ya no importa si es papel o teclas, sólo claman por salir.
Como flemas vomitadas vuelven cargadas de hiel a mi cerebro, contaminando todo lo que tocan, cada pensamiento con el que se cruzan, idea atormentada se vuelve ponzoña. Y saben amargas, acidas… Tan acidas que no pueden sino provocar arcadas, de modo que un nuevo torrente comienza a deslizarse, pero redirigido en este caso hacia una la verdadera vía de escape. Se encaminan los conceptos y revelaciones malignas hacia las ardientes bifurcaciones de mis manos, siento como me queman las yemas de los dedos y busco a tientas el medio de liberarlas, ya no importa si es papel o teclas, sólo claman por salir.
Sí, me satisface. Me satisface de un modo casi obsceno la denuncia por mis pensamientos concebida y por mis manos dada forma, me emociona sobremanera el modo en el que las palabras resuenan acusadoras en las mentes ajenas, porque no hay nada más hiriente y estimulante que oír todo aquello que te niegas a admitir siendo recitado por la voz de un subconsciente malhumorado y recluido, eludido y abandonado. Es algo jodidamente atrayente, he soñado una y mil veces con observar a las víctimas de mis creencias, casi como un Dios omnipotente frente a ellos, invisible e inalcanzable para tan inmundos seres. Me apasiona abrir heridas mentales, porque no hay manera de aliviarlas, porque no pueden sangrar y el dolor se acumula, y de vez en cuando hace estallar alguna que otra insignificante cabecita…
El clímax de mi afición: unas palabras inmortales, universales, una voz acusadora cargada de terror y de medias verdades. Sólo deseo inundar a la humanidad con mi veneno, quiero que todo el mundo sienta el dolor supurante de mis pensamientos, quiero que mis impresiones ofendan si han de hacerlo, quiero escupir a la cara de quienes me desprecian las certezas que se niegan a reconocer y que mi cerebro se corra sobre cada uno de vosotros, ensuciando las mentes con la pegajosa esencia de mi sabiduría inventada, de mi locura desatada.
Quiero infectaros con mis teorías, soy un psicópata de las palabras. Un psicópata con complejo de mesías.
Etiquetas:
misantropía,
Morralla,
psicópata
Suscribirse a:
Entradas (Atom)